La puerta del cambio
Aquel chico tenía catorce años y se puede decir que era un auténtico
desastre. Tenía un carácter muy difícil y una apatía impresionante.
Apenas atendía en clase, y luego en su casa estudiaba menos aún. Parecía
no tener ilusión por nada, suspendía habitualmente un montón de
asignaturas, y sus padres estaban desesperados.
Recuerdo que sus profesores comentábamos con preocupación el caso,
sin duda el más problemático del curso: apenas escuchaba los consejos
que se le daban, nadie sabía bien qué hacer con él. Todo parecía indicar
que aquel chico estaba destinado al más negro de los futuros.
El caso es que acabó el curso, y las vueltas de la vida hicieron que
durante mucho tiempo apenas volviéramos a tener noticias el uno del
otro, hasta que siete años después coincidimos una lluviosa tarde de
septiembre en una cafetería.
Me alegró verle sonriente, con sus flamantes veintiún años recién
cumplidos y sus casi dos palmos más de altura. Fue una coincidencia
casual y, como procuro hacer siempre con quienes fueron mis alumnos en
aquellos años que dediqué a la enseñanza, quedamos después para charlar
un rato. Cuando nos sentamos, le pregunté cómo iba su vida.
Mi primera sorpresa fue que estaba en cuarto curso de una carrera
bastante difícil. Además, no sólo no había perdido ningún año, sino que
llevaba esos estudios con unos resultados brillantes. Mientras me lo
contaba, venían a mi memoria aquellas reuniones de profesores, cuando
analizábamos la marcha del curso, donde varias veces se llegó a decir
—quizá alguna vez yo mismo— que aquel chico, salvo un milagro, no
llegaría a terminar el bachillerato.
El caso es que el milagro se había producido. Su vida había
cambiado. No es que hubiera cambiado un poco, podía decirse que había
cambiado por completo y en casi todo. Es como si fuera otra persona.
Como si de aquellos viejos tiempos conservara poco más que su nombre y
sus apellidos.
Yo estaba intrigado por el cambio. «Oye —le dije—, tienes que
explicarme qué ha pasado contigo para que hayas cambiado de esa manera.
Me tienes asombrado.»
La pregunta le sorprendió un poco. Calló por unos instantes, como
queriendo ordenar sus ideas, se puso un poco más serio, y finalmente
empezó su relato, despacio pero con soltura:
«Mira. Fue un día concreto. A lo mejor te parece un poco raro, y
quizá lo sea, pero fue un día concreto, un día por la mañana. Llevaba
unas semanas fatal. Mejor dicho, unos años. Llevaba años oyendo siempre
lo mismo. De mis padres, de mis profesores, de todos. Siempre lo mismo.
Que yo era un desastre, que estaba hipotecando mi vida, que iba a ser un
desgraciado si seguía por ese camino, que me estaba buscando la ruina,
que nunca sería un hombre de provecho, y todo eso que dicen las personas
mayores.»
Le interrumpí un instante, con un poco de curiosidad, para preguntarle qué pensaba él entonces, cuando escuchaba esas cosas.
«Bueno, no sé cómo decirte, todo aquello me entraba por un oído y me
salía inmediatamente por el otro. Me parecía que era el rollo de
siempre, y estaba cansado de escuchar todos los días los mismos
consejos.
»No es que no entendiera las razones que me daban, es que ni
siquiera les prestaba atención. Me habían dicho ya mil veces lo mismo, y
cuando veía que me venían con ésas, desconectaba y ya está. Tenía como
echada una barrera mental sobre todas esas cosas, prefería no pensar, y
todos esos sabios consejos me resbalaban por completo.
»Bueno, lo que te decía, fue un día concreto, me acuerdo
perfectamente. Estaba en plena época de exámenes, y esos días no
teníamos clase, para poder estudiar. Pero estudiar no me apetecía
absolutamente nada. Estaba con la angustia de los exámenes, y al tiempo
con la angustia de que no había dado ni golpe y me iban a suspender otra
vez.
»Tenía un sueño tremendo, y estaba tentado de volverme sin más de
nuevo a dormir, pero llevaba mal el curso, como siempre. Si me volvía a
la cama, iba a ser muy difícil que aprobara, y las cosas se iban a poner
más feas que de costumbre.
»Me había despertado temprano, y desde ese momento no había parado
de darle vueltas en la cabeza a una idea: Oye, tío..., ¿qué es esto?
¿Voy a estar toda la vida así? ¿Cincuenta o sesenta años más así? Esto
no funciona. Algo tiene que cambiar. No puedo seguir así el resto de mis
días.
»Debí tener un momento de especial lucidez, supongo, porque vi como
algo angustioso continuar el resto de mi vida con el mismo plan que
llevaba hasta entonces. Y me aventuré a pensar en cosas serias, en cosas
que hasta entonces casi nunca me había planteado.
»No encontraba ilusión en casi nada. Me veía dominado por la pereza
de una forma terrible. Es algo bastante angustioso, de verdad. No sabía a
qué podía conducirme todo aquello. Era como estar deslizándose por una
pendiente oscura, cada vez más rápido y con más descontrol, y te das
cuenta de que no sabes dónde puedes acabar.
»Pensaba en el fracaso de mi vida, en todo eso que me había dicho
tantas veces tanta gente. Pero aquella vez fue distinto. No me dijo nada
nadie. Aquella vez me lo dije todo yo a mí mismo. Y cambié. Eso es
todo.
Levantó la mirada, como dudando si hacer o no una glosa personal de todo aquello, y finalmente concluyó:
»Desde entonces, tengo una idea bien clara: los buenos consejos te
dan oportunidades de mejorar, pero nada más. Si no los asumes, si no te
los propones seriamente, como cosa tuya, no sirven de nada, por muy
buenos que sean; es más, para lo único que sirven entonces es para que
cada vez los valores menos, para que se produzca una especie de
inflación de los consejos que recibes.
»Oír una cosa es muy distinto de hacerla propia. Y para mejorar
realmente, la única manera es ser capaz de decirse a uno mismo las
cosas, ser capaz de cantarte las cuarenta a ti mismo.»
Mientras le escuchaba, me acordaba de otros casos en cierto modo
parecidos. Pensé en esos chicos y chicas jóvenes que a veces vemos ir
como arrastrándose por la vida, y les hablamos de tantas cosas que
deberían hacer, de tantas cosas que habrían de cumplir, y nos desespera
ver su apatía y su indolencia, y sin embargo quizá no hemos advertido la
raíz de su verdadero problema, que es algo mucho más de fondo: aún no
se han decidido a tomar realmente las riendas de su vida.
Las causas de esa actitud pueden ser muy diversas: quizá han
recibido una educación muy pasiva, o hiperprotectora, que no les ha
ayudado a madurar; o tienen una fuerte tendencia a alejarse de la
realidad, consecuencia de una vida muy cómoda, o demasiado sentimental; o
no han aprendido a alzar un poco la mirada y aspirar a valores e
ideales más altos; o, por los motivos que sean, apenas sienten
responsabilidad sobre sí mismos, y olvidan, en la práctica, que son
fundamentalmente ellos quienes se están jugando —y no es poco— su
acierto en el vivir.
Aquel antiguo alumno mío había espabilado gracias a una sana
inquietud por su futuro. Me recordó algo que había leído tiempo antes a
Zubiri, que aseguraba con gran fuerza que la pregunta ¿Qué va a ser de
mí? resulta siempre decisiva en la vida ética de cualquier persona.
Me parecía muy interesante su relato, pero le interrumpí de nuevo un
momento. Quería preguntarle si le había costado mucho cambiar después
de aquella decisión de esa mañana tan provechosa.
«¿Que si me costó? Una barbaridad. Me costó muchísimo, como es
natural. Pero lo había visto bien claro, y eso es lo importante. Ya
estaba harto de seguir deslizándome por la cuesta abajo de la vida, y
además, como estaba ya muy abajo, no podía perder ni un minuto más. Así
que acabé por cambiar. Y me costó muchísimo, pero aquello fue como
entrar en una nueva dimensión de la vida.
»Parece mentira, pero es tremendo lo que se puede sufrir cuando uno
opta por la vida fácil. Cuando estás en ella, lo otro te parece
insufrible, pero en realidad es al revés. Ahora veo con claridad
meridiana que aquella vida era un infierno. Lo que pasa es que entonces
no conocía otra, y no encontraba sentido a esforzarme más. Tengo la
impresión de que para encontrar sentido a las cosas, antes hay que
luchar un poco por ellas. Pero, desde luego, lo peor es dejarse llevar,
porque vas como dando bandazos, pegándote golpes con todo, como cuando
pierdes el equilibrio y no sabes bien dónde puedes acabar
estrellándote.»
Aquella narración, tan sincera y tan cargada de realidad, me hizo
pensar bastante en el fenómeno del cambio. Pensaba en que hay decisiones
que son fundamentales en la vida, y no siempre están unidas a
acontecimientos externos señalados, sino que son fruto simplemente de la
lucidez de un pensamiento, y a veces tiene día y hora concretos.
Salvando las distancias, me recordó aquella otra reflexión de Víctor
Frankl en el minúsculo calabozo del lager nazi: en nuestra vida podemos
realmente elevarnos bastante por encima de esos condicionamientos en
que estamos inmersos y que a veces parecen marcarnos un destino
inexorable.
Cada persona custodia en su intimidad una puerta del cambio, una
puerta que sólo puede abrirse desde dentro. Cambiar es algo asequible a
todos. Lo decisivo es tratarlo seriamente con uno mismo. El consejo
viene de Epícteto: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el
que tienes tú mismo.
Un nuevo modo de ver las cosas
Hasta que se llegó a conocer con suficiente profundidad la acción
patógena de los microbios, allá por la segunda mitad del siglo XIX,
había entre los investigadores médicos una enorme preocupación ante el
serio problema planteado por las frecuentes infecciones hospitalarias.
Las complicaciones sépticas tras cualquier tipo de intervención
quirúrgica eran casi inevitables y de consecuencias muy graves. También
era habitual que tras pequeñas heridas se produjeran importantes
supuraciones o septicemias, y un elevado porcentaje de mujeres morían
como consecuencia de infecciones originadas por la asistencia al parto.
Pero nadie entendía bien por qué sucedía todo aquello.
Tras sus importantes descubrimientos bacteriológicos en el campo de
la fermentación, Louis Pasteur anuncia en 1859 su idea de que los
procesos infecciosos son consecuencia de la acción de un germen. Pero,
¿de dónde vienen esos microorganismos? Hasta entonces, quienes se habían
planteado en esa posibilidad pensaban que surgían por generación
espontánea. Sin embargo, Pasteur va hallando microbios específicos de
diferentes enfermedades, y observa que son seres vivos que van pasando
de un cuerpo a otro.
Poco después, el cirujano inglés Jospeh Lister descubre que
aplicando enérgicas medidas antisépticas se frenan drásticamente las
infecciones: por ejemplo, en el caso de las fracturas abiertas, logra
reducir la mortalidad desde el 50% a cifras inferiores al 15%, gracias
al empleo de fenoles como producto antiséptico.
Más adelante, Pasteur descubre que esos gérmenes causantes de la
enfermedad pueden ser aislados y cultivados, y que si se amortiguan y se
inoculan en pequeñas dosis en cuerpos sanos —a ese hallazgo se le puso
el nombre de vacuna—, tienen un efecto inmunizador.
En cuanto se desarrolló la teoría microbiana, se implantó un nuevo
modo de entender la atención hospitalaria, y en general de toda la
medicina. Comprender mejor lo que sucedía hizo posible un avance
extraordinario. Un pequeño cambio de enfoque hizo ver las cosas muy
distintas y generó poderosas transformaciones.
De manera análoga, muchas personas experimentan un notable cambio
en su pensamiento en determinados momentos de su vida. Descubren una
nueva faceta de la realidad, y esto provoca un cambio en las claves con
las que estaban interpretando esa realidad: un descubrimiento nos hace
sustituir viejas claves por otras más acertadas.
Sucede, por ejemplo, cuando una persona sufre un accidente grave, o
afronta una crisis que amenaza cambiar seriamente su vida, o pasa por la
prueba de la enfermedad y del dolor, y de pronto ve sus prioridades
bajo una luz diferente. O cuando comienza a ejercer determinadas
responsabilidades, o asume un nuevo papel en su vida, como el de esposo o
esposa, padre o madre, y entonces se produce un cambio de su modo de
ver las cosas.
Si en nuestra vida queremos realizar pequeños cambios, puede que nos
baste con esforzarnos un poco más en mejorar nuestra conducta y luchar
contra nuestros defectos, pero si aspiramos a un cambio importante, es
preciso cambiar nuestro modo de ver las cosas.
Un ejemplo. Piensa por un momento —recomienda Stephen Covey— en tus
bodas de plata, o en tus bodas de oro. Piensa en la despedida en tu
trabajo cuando llegue tu jubilación. Visualízalo con riqueza de
detalles. Piensa en los sentimientos y emociones que te embargarán en
ese momento. ¿Cuál será tu balance de todos esos años de matrimonio o de
trabajo? ¿Cuál quieres ahora que sea el balance que hagas entonces?
Otro ejemplo. Piensa en que te enteras ahora mismo de que te quedan
sólo tres meses de vida. Visualiza mentalmente qué harías. Es probable
que, de pronto, todo aparezca con una perspectiva diferente. Es probable
que afloren a la superficie ciertos valores que quizá antes apenas
habías tenido en cuenta.
Quizá veas entonces de modo distinto la relación con tus padres o
con tus hijos, o plantees de modo distinto el matrimonio, o la relación
con tus compañeros de trabajo. Quizá te parezcan fútiles cosas que hace
un momento considerabas muy importantes.
Está claro que la vida no puede plantearse cada día como si te
quedaran tres meses de vida, por supuesto. Pero ese ejercicio mental nos
puede ayudar a pensar en cosas en las que habitualmente no pensamos, a
reflexionar sobre los principios que rigen nuestra vida, a identificar
mejor lo que realmente importa.
La vida nos va cargando día a día de rutinas, de adherencias que van
entorpeciendo nuestra marcha. A veces hay que pararse y ver qué es lo
que queremos, no dar por bueno sin más nuestro status quo, no seguir
sumisamente la inercia de todo lo que hemos hecho hasta entonces,
repensar las cosas a fondo. No podemos olvidar que esos valores y
principios son la trama que da consistencia al tejido de nuestra vida y,
por tanto, son nuestro mayor tesoro (además, casi lo único que tenemos a
salvo de robos, incendios, quiebras o descensos bursátiles).
Saber usar los propios recursos
Hay personas que achacan sus defectos a razones de tipo genético.
Son los que con un qué le vamos a hacer, he nacido así, alejan
rápidamente de su cabeza la posibilidad de esforzarse en serio por
erradicar un determinado defecto.
Algunos llegan incluso a hablar del mal genio de su abuelo (o de
toda una rama de la familia) para justificar, por ejemplo, que tienen un
carácter violento o imprevisible. Están convencidos de que su herencia
de irascibilidad viene inexorablemente determinada en su carga genética y
que, por tanto, nada pueden hacer por luchar contra su propio ADN.
Otros parecen tranquilizarse echando las culpas a la educación que
recibieron de sus padres. Son los que con un cortés y lacónico me han
educado así, dejan también de lado cualquier pensamiento sobre su mejora
personal.
Otros cifran casi todo en cuestiones del ambiente en que han vivido,
de su condición social, del modo de ser propio de su región o su país
de origen, del estilo educativo del lugar donde estudiaron, o de lo que
sea..., pero siempre hay algo o alguien fuera de él que es el verdadero
responsable de que él sea así. Siempre piensan que el problema está
fuera de ellos, y precisamente ese pensamiento es su gran problema.
Este peligroso planteamiento de la vida admite, como es lógico,
diversos grados. En algunos casos, por ejemplo, admiten humildemente que
quizá la solución está en ellos mismos, y se muestran teóricamente
dispuestos a afrontarlo positivamente, pero luego no llegan a tomar la
iniciativa o no dan los pasos necesarios para llevar a la práctica esas
soluciones. Veamos unos ejemplos, tristemente frecuentes, tomados del
ámbito escolar:
«En casa no hay quien estudie. Tendría que ir a una biblioteca,
pero la de mi barrio está llena desde primera hora de la mañana y no
tengo ni la menor idea de dónde habrá otra...» (Ni se plantea madrugar
un poco más, ni espabilar un poco para enterarse de donde hay otra
biblioteca).
«No sé qué carrera estudiar. Tendría que enterarme bien,
pero no sé a quién preguntar para informarme de esto. Nadie quiere
ayudarme.» (No ha preguntado a nadie, y ya piensa que nadie le quiere
ayudar; desde luego, será difícil que alguien se brinde espontáneamente a
orientarle sobre un problema que él ni ha manifestado).
«Sé que no tengo un buen método de estudio. Intento
aprenderme todo de memoria, y veo que eso no es solución, pero no sé
hacerlo de otra manera.» (Está claro que con un afán investigador como
el suyo, la ciencia estaría aún como en el neolítico).
Otros tienen un talante que queda bien retratado en aquellas famosas
6 normas para no prosperar que se difundieron tanto hace unos años:
1. Espere sentado su oportunidad.
2. Comente su mala suerte con los demás.
3. No se esfuerce por mejorar su preparación.
4. Laméntese de que los tiempos están muy difíciles.
5. Obstínese en que sin recomendaciones no se logra nada.
6. Confíe y aguarde a que vengan tiempos mejores.
Son personas pasivas, que siempre están como esperando a que suceda
algo exterior que les fuerce a cambiar; o a que alguien se haga cargo
de ellas y las empuje a decidirse a afrontar y resolver sus problemas.
Su principal problema son ellas mismas, no tienen una actitud ante la
vida que les lleve a usar sus recursos y su iniciativa. Tienen como
entumecidos los músculos de la responsabilidad. Pero esos músculos
siguen siendo suyos y están ahí: lo que tienen que hacer es
ejercitarlos.
Dos modos de plantear las cosas
Podríamos dividir nuestros pensamientos y preocupaciones habituales
en dos grandes grupos: los que están centrados en cuestiones sobre las
que no tenemos ninguna o casi ninguna posibilidad de influencia, y los
que, por el contrario, se refieren a cuestiones sobre las que sí podemos
influir.
Quienes centran su cabeza sobre ese primer conjunto de pensamientos,
es decir, sobre cuestiones que les vienen ya dadas y sobre las que no
pueden hacer nada o casi nada, suelen ser personas pasivas, negativas e
ineficaces. Dedican gran cantidad de tiempo y energías a pensar en los
defectos de los demás (casi nunca en los propios, ni en ayudar a los
demás a corregirse) y a lamentarse de las injusticias que la sociedad
tiene con ellos (nunca en cómo ellos pueden contribuir a mejorarla). Se
quejan continuamente de los males que la salud, el clima o la situación
política traen a su desgraciada existencia. Piensan en muchas cosas,
pero todas tienen en común que ellos poco o nada pueden hacer por
cambiarlas.
Por el contrario, las personas sensatas procuran centrarse en el
segundo conjunto de pensamientos a que nos referíamos, es decir, se
dedican fundamentalmente a cuestiones con respecto a las cuales pueden
hacer algo, aunque no sea de modo inmediato. Y gracias a que hacen algo,
logran que con el tiempo ese conjunto de ocupaciones —podríamos
llamarlo círculo de influencia— vaya creciendo, pues cada vez son más
eficaces, avanzan más e influyen sobre más cosas.
¿Y reducirse a pensar solamente en lo que uno tiene al alcance de su
influencia, no supone un cierto empequeñecimiento mental? Es cierto que
hay muchas cosas —por ejemplo, la información sobre la actualidad
nacional e internacional, la historia, etc.— sobre las que poco o nada
podemos influir, y sin embargo resulta importante y positivo conocerlas,
e ir formando una opinión sobre ellas.
Por eso, cuando hablo de centrarse en el propio círculo de
influencia me refiero fundamentalmente a la actitud general que uno toma
ante los problemas que tiene: si los sitúa dentro de su alcance y los
acomete, o si, por el contrario, tiende a despejarlos fuera para luego
lamentarse de no poder resolverlos.
Lo sensato es saber centrar nuestros esfuerzos en lo que está a
nuestro alcance, no perder nuestras energías en lamentaciones utópicas.
De lo contrario, caeríamos en una especie de absurda autofrustración, un
estilo de vida por el que las personas se autocastigan al pesimismo, la
queja y el enterramiento de sus propios talentos. Recordando aquella
vieja sentencia, podríamos decir que se trata de tener:
coraje para cambiar lo que se puede cambiar,
serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar,
y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.
Hay quizá demasiadas ocasiones en que ponemos tontamente en cosas
ajenas a nosotros la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Por
ejemplo, si uno se lamenta de no tener una casa o un coche mejor, o de
no haber llegado a una determinada posición profesional, o de no haber
tenido una familia distinta a la que tiene, puede plantearlo básicamente
de dos maneras.
La primera es quejarse de que los condicionantes de su vida le
impiden lograrlo, y que sólo cuando cambien podrá salir de su triste
situación.
La segunda es radicalmente distinta: ver qué es lo que podría
cambiar en él, en su actitud, en su conducta, para que esos
condicionantes externos a su vez cambien: cómo puede mejorar él, cómo
puede ser más ingenioso y más diligente para facilitar así que las cosas
vayan cambiando. La diferencia es sencilla: acometer resueltamente los
problemas, en vez de limitarse a protestar.
Como se cuenta de aquella multinacional del calzado que envió un
delegado comercial a un país subdesarrollado que aún vivía en régimen
tribal. Al poco de llegar, el delegado envió un telegrama a la Dirección
General de la empresa diciendo: «Negocio imposible, todos van
descalzos». Lo cesaron y enviaron a otro, más resolutivo, y a los pocos
días recibieron otro telegrama, bien diferente: «Negocio redondo, todos
van descalzos. Envíen una remesa de quince mil pares.»
Se trata de cambiar el enfoque con el que se ven los problemas. Es
algo que resulta de vital importancia para aquellas personas que se han
habituado a refugiarse en actitudes de continua queja, de culpar de sus
problemas siempre a otros, o de responsabilizar de sus frustraciones a
la sociedad.
Por ejemplo, si tu matrimonio no va bien, o no te llevas bien con tu
hijo, o con tu padre, o con tu jefe, poco puedes arreglar repitiendo
una vez y otra sus defectos, considerándote una víctima impotente de su
pésima actitud. Piensa en qué cosas son las que te enfadan y examínalas
con objetividad: seguro que bastantes responden en buena parte a tu
susceptibilidad, o a que te has obsesionado un poco con una serie de
detalles que valoras excesivamente; o quizá es que eres bastante menos
tolerante con los defectos de los demás que con los tuyos; o a lo mejor
estás dentro de una espiral de agravios mutuos que difícilmente se
romperá si tú no tomas la iniciativa. En cualquier caso, si de verdad
quieres mejorar la situación, debes empezar por actuar sobre lo que
tienes más control, que eres tú mismo: actuar primero sobre tus propios
defectos, centrarte en tu esfuerzo por ser un mejor esposo o esposa,
mejor hijo o mejor padre, mejor jefe o mejor empleado, mejor amigo. De
este modo, es más probable que la otra persona capte tu buena
disposición y te responda de la misma manera.
¿Y si la otra persona no respondiera así, sino que siguiera con su
actitud negativa, como antes? Puede suceder, claro está, y de hecho
sucede. Pero en cualquier caso, el modo de actuar más positivo que
tienes (no el único) sigue siendo ése. Actuando así, mejorarás como
persona, y de la otra manera sólo conseguirás reducir tu capacidad de
recomponer la situación y aumentar seriamente las posibilidades de
amargarte la existencia.
El atractivo de la virtud y del bien
A veces uno tiende equivocadamente en su interior a etiquetar como
desagradables, por ejemplo, determinadas personas, o determinadas
tareas, o determinados aspectos relacionados con la mejora del carácter,
y no se da cuenta de hasta qué punto le perjudican esos vínculos
mentales que se han ido estableciendo en su mente, de manera más o menos
consciente.
Ante posibles puntos concretos de mejora personal que advertimos en
nuestra vida (vemos, por ejemplo, que deberíamos ser más pacientes, o
menos egoístas, más ordenados, menos irascibles, o lo que sea), es
frecuente que tendamos a ver esos objetivos como metas muy lejanas, o
como algo poco asequible a nuestras fuerzas. Lo vemos quizá como avances
apetecibles, sí, pero que alcanzarlos requeriría tal esfuerzo que sólo
pensarlo nos produce ya un notable rechazo. Lo percibimos como algo
fatigoso y agotador, o que nos llevaría a un estilo de vida de demasiada
tensión.
Sin embargo, la mejora personal no supone ni exige eso. Al menos, de
modo ordinario no tiene por qué plantearse así. El avance en el camino
de la mejora personal ha de entenderse y abordarse más bien como un
proceso de liberación. Un progreso gradual en el que vamos soltando día a
día el lastre de nuestros defectos. No una extenuante subida a un
puerto de montaña, sino un progresivo alivio de la carga de nuestros
errores, un desahogo paulatino de la causa de nuestros principales
problemas. Por eso, aunque siempre habrá también retrocesos, pequeños o
grandes, si logramos en conjunto mejorar, nos encontraremos cada vez con
más autonomía, avanzaremos con más soltura y sentiremos más
satisfacción. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, y ése es
el camino de lo que Aristóteles empezó a llamar virtud: la alegría y la
felicidad vendrán como fruto de una vida conforme a la virtud.
Si nos fijamos más, por ejemplo, en lo positivo de una determinada
persona, o en el reto que supone tener ordenado el armario o el
despacho, o incluso en lo apasionante que puede llegar a ser, tanto para
un hombre como para una mujer, cocinar, mantener limpia la casa, o
educar a los hijos..., si nos esforzamos por verlo así, el camino se
hace mucho más andadero.
Podría objetarse que eso no es difícil de hacer... durante unos
minutos, o unos días. Pero, ¿cómo impedir que al poco tiempo se vuelva a
lo de antes? Puedo esforzarme, por ejemplo, por variar mi humor durante
un rato, que no es poco, pero... ¿cómo mantenerme así y llegar a ser
una persona bienhumorada?
Un camino es esforzarse en cambiar la imagen que se nos presenta en
la mente al pensar en esas cosas. Por ejemplo, en vez de representar en
la imaginación lo apetitoso que resulta lo que no deberías comer o beber
o hacer, procura pensar en lo atractivo y liberador que resulta ser una
persona sana y honesta, y logra que esas representaciones tomen en tu
interior una mayor cuota de pantalla.
O si te invaden pensamientos relacionados con el egoísmo, la pereza o
el la mentira, procura suscitar la imagen de ser una persona generosa,
diligente, sincera y leal, y recréate en la contemplación de esos
valores y esas virtudes que has de desear ver en tu vida. Incluso, si
quieres, recréate también en lo desagradable que resultaría convertirse
poco a poco en una persona egoísta, perezosa o desleal, y compara una
imagen con otra.
¿Es importante esto? Pienso que sí. Si una persona logra formarse
una idea atractiva de las virtudes que desea adquirir, y procura tener
esas ideas bien presentes, es mucho más fácil que llegue a poseer esas
virtudes. Así logrará, además, que ese camino sea menos penoso y más
satisfactorio. Por el contrario, si piensa constantemente en el
atractivo de los vicios que desea evitar (un atractivo pobre y rastrero,
pero que siempre existe, y cuya fuerza nunca debe menospreciarse), lo
más probable es que el innegable encanto que siempre tienen esos errores
haga que difícilmente logre despegarse de ellos.
Por eso, profundizar en el atractivo del bien, representarlo en
nuestro interior como algo atractivo, alegre y motivador, es algo mucho
más importante de lo que parece. Muchas veces, los procesos de mejora se
malogran simplemente porque la imagen de lo que uno se ha propuesto
llegar no es lo bastante sugestiva o deseable.
El riesgo de la lentitud
Hay gente que un día le salen diez cosas bien y sólo una mal, y
llega a su casa en estado de desánimo total. ¿Por qué? Porque permite
que esa pequeña cosa que resultó mal deje flotando en su memoria una
imagen negativa que llena casi por completo la “pantalla” de su mente.
Ha pasado ese día por muchas cosas positivas, pero tiene la habilidad
—la desgracia— de no considerarlo apenas. Es como si todo lo positivo
quedara de inmediato arrinconado en su memoria. Sólo lo negativo queda
bien grabado. Lo demás, pasa sin pena ni gloria, y en poco tiempo queda
reducido a imágenes borrosas, grises, lejanas, como viejas fotos
desvaídas.
A veces, por ejemplo, se deteriora una amistad, o un matrimonio, o
una relación profesional, simplemente porque uno tiende a recordar y
almacenar experiencias desagradables sufridas en la relación con esa
persona, mientras que las agradables enseguida pierden relieve en la
memoria.
¿Cómo sucede esto? Quizá hay algo que produce un desagrado muy vivo,
aunque sea una tontería. Por ejemplo, la forma que tiene de comer, o
que deja desordenado lo que usa, o pierde las cosas, o habla en un tono
que nos resulta desagradable. O que a lo mejor ha dejado de tener
determinada deferencia con nosotros. O nos repite algo que dijimos en un
momento de enfado y estamos hartos de que nos lo recuerden otra vez
más. O quizá sucede al revés, y somos nosotros los que recordamos una y
otra vez aquella ocasión en la que nos sentimos tan molestos y
ofendidos.
La lista de ejemplos podría ser interminable. Pero aunque todas esas
cosas negativas sean ciertas y objetivas —que no suelen serlo
demasiado—, ese modo de recordarlas y tenerlas presentes no ayuda en
nada a resolver las cosas. Además, sabemos que también podría hacerse
otra lista muy larga de ejemplos positivos, de tantas cosas agradables
que suelen quedar en el olvido. Todo sería muy distinto si ambos se
esforzaran en traerlas a la memoria, y procurar generar las
circunstancias necesarias para que se repitan.
Por eso es bueno preguntarse de vez en cuando: “Si continúo dando
vueltas a estas ideas de esta manera..., ¿a dónde me lleva esto? ¿qué
voy a conseguir? ¿hacia dónde me conduce? ¿hacia dónde quiero ir?” Una
persona ha de ser capaz de tomar de vez en cuando un poco de distancia
sobre sí misma, y analizar sus sentimientos como si estuviera
contemplando a otra persona, para así actuar sobre ellos. De lo
contrario, resultará enormemente vulnerable ante los vaivenes de sus
estados emocionales.
“De acuerdo —podría objetarse—, es preciso no encenagarse en los
malos recuerdos, sí... ¿pero cómo?, porque no es tan sencillo, no es
fácil cambiar el modo de ser, se necesita mucho tiempo y esfuerzo...” Es
verdad, no voy a negarlo. Pero tampoco tiene por qué ser siempre así.
Se puede cambiar en poco tiempo. Muchas veces se comprende mejor una
cosa en un relámpago de claridad que en años de pedaleo.
A veces los procesos de mejora personal fracasan porque van tan
lentos y perezosos que el cambio apenas se ve llegar, y entonces uno se
cansa enseguida. Es como si quisiéramos ver una película contemplando un
fotograma ahora, otro dentro de un rato, y un tercero otro rato
después.
De esa manera, es difícil sacar nada en claro. Pero la culpa no
sería de la película, porque con ese modo de verla no podemos saber si
es buena o mala. Hay que tomarla con su ritmo, y entonces te haces una
idea del argumento, y de los personajes, de las emociones que suscita, y
entonces capta nuestra atención, y viéndola disfrutamos al tiempo que
notamos que nos enriquece. De la misma manera, si en la mejora personal
logras un ritmo más rápido, entonces te haces una idea de lo que ganas, y
de lo que aún puedes ganar, y te gozas con ello, y eso mismo te anima a
seguir adelante en ese empeño.
La fuerza de la educación
"El señor de las moscas" es una magnífica novela de William Golding.
Cuenta la historia de una treintena de chicos ingleses que son los
únicos supervivientes de un accidente aéreo. Deben organizar su vida
ellos solos en una pequeña isla desierta, sin ayuda de ningún adulto.
Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y Jack, pronto comprueban que
convivir no es tarea sencilla. Aparecen los primeros conflictos,
difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente estalla la
violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con trágicas
consecuencias.
La historia de la difícil convivencia de estos jóvenes náufragos
está salpicada de multitud detalles que muestran la importancia
fundamental de ese aprendizaje y esos valores que el hombre ha acumulado
durante siglos y que transmite de una generación a otra mediante la
educación. Frente a otras visiones más ingenuas sobre la bondad de los
niños, Golding muestra la maldad que anida en el corazón humano, y
apunta que la única posibilidad de rescate del hombre ha de venirle
desde fuera. Sin ayuda, sin formación, el hombre se encuentra muy
indefenso ante el empuje de sus malas tendencias. Es cierto que busca
por naturaleza el bien, pero también es cierto que esa naturaleza está
herida y que necesita muchos cuidados para funcionar correctamente.
Cualquier persona con un poco de experiencia de la vida sabe lo que
es la maldad del hombre, ha visto ya muchas veces su feo rostro de
inhumanidad. Golding desenmascara la simpleza roussoniana de la bondad
natural del hombre y su progresiva degradación por la maldad radical de
la sociedad y de la cultura. Y cuestiona también el racionalismo
arrogante del siglo XIX, que hizo a muchos confiar en que el progreso
científico y económico traerían consigo un progreso moral igual de
veloz. Los que alimentaban ese ideal pensaban haber dado de una vez por
todas con la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, pero
pronto vieron que aquel optimismo era precipitado, que ese avance no
significa que los hombres se entiendan mejor entre ellos, ni que haya
más respeto mutuo, ni que vivan en paz. Y es que, en definitiva, por
mucho progreso económico o científico que se alcance, nunca será fácil
educar moralmente al hombre.
La historia muestra numerosos testimonios bien elocuentes de hasta
dónde puede llegar la maldad del hombre. Ni siquiera en sus noches más
negras podía soñar hasta qué punto iba a degradarse y envilecerse. Pero
tampoco sabía quizá cuánta fuerza permanece escondida en su interior
para vencer peligros y superar pruebas.
Todo hombre, para ser bueno, o para mantenerse en el bien, necesita
ayuda para hacer rendir esos talentos latentes que encierra. Es cierto
que al final es siempre la propia libertad quien tiene la última
palabra, pero sería bastante ingenuo minusvalorar la influencia enorme
que tiene la formación. Por eso, educar bien a los hijos en la familia, a
los alumnos en la escuela o la universidad, o cualquier otra tarea
relacionada con la formación de la nuevas generaciones debería
considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y
responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.
Transmitir el progreso científico o económico es relativamente
fácil, pero transmitir los progresos morales siempre será difícil, pues
requieren su asimilación personal y su empleo práctico. Como ha escrito
Leonardo Polo, sin hábitos no hay educación, sólo se ilustra. Es
imprescindible el esfuerzo personal por adquirir esos hábitos. Y eso
resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es un progreso
personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran parte el
acierto en el vivir. Bien merece, por tanto, nuestra atención.
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