QUÉ SE ENTIENDE POR VERDAD?
El derecho del paciente a la información está suficientemente establecido por
ley1, pero desde la perspectiva ética quizás convenga
repensar los significados de un pretendido “derecho a la verdad”.
Porque, ¿qué es eso de “la verdad”? Indudablemente estamos ante una
palabra polisémica a la que debemos acercarnos desde distintos marcos
conceptuales. Sin aclarar estas cuestiones previas difícilmente podremos
ponernos de acuerdo y llegar a algún consenso. Parto de la hipótesis de
que estamos, al menos, delante de tres acepciones:
A. La primera podríamos denominarla la verdad objetiva. Se trata
de adecuar la palabra a la realidad material de los hechos. Esta
acepción proviene del mundo de la Grecia Clásica, fundamentalmente de
los platónicos, y nos habla de la existencia de un mundo de la luz y un
mundo de las sombras. La tarea del "filósofo", es decir del "amigo de la
sabiduría", es desvelar lo oscuro y llevarlo a la luz; pasar de la
ignorancia a la verdad objetiva. A partir de ahí, por medio de
convencionalismos, daremos nombre a la verdad que iluminamos. Por
ejemplo, las enfermeras convienen que una puntuación < 14 en la
escala de Norton objetivamente implica un alto riego de úlceras por
presión para el paciente. Es una verdad convencional, pero "objetiva".
En el caso de los médicos, se puede determinar que una tumoración en
grado IV de Dukes supone un cáncer con un pronóstico estimado de
–pongamos– menor de tres meses. Esta es la verdad...
Para los griegos este tipo de verdad no estaba al alcance de todos
los humanos, sino solamente a disposición de unos cuantos. En el
terreno social, sólo el rey filósofo podía determinar qué era verdadero
en la polis y, en el terreno biológico, el médico era el único capaz de
conocer la verdad. Esto, como luego veremos, va a tener consecuencias
muy concretas. No olvidemos que la información es una fuente de poder.
Actualmente, muchos profesionales sanitarios, en sentido riguroso,
sólo admitirán como verdadero lo que se ha probado experimentalmente en
estudios controlados, doble ciego, prospectivos, con muestras
randomizadas y –¡cómo no!–, publicado en revistas científicas de
prestigio. Es el lenguaje objetivo de los datos estadísticos, si no
tanto de la estadística inferencial, sí al menos de la estadística
descriptiva.
B. La segunda acepción del término verdad tiene matices
estrictamente morales. Resulta curioso observar cómo existe un
deslizamiento conceptual de los valores lógicos (lo correcto o
incorrecto) a estimaciones de verdadero / falso y de éstas a
valoraciones morales de bueno / malo. Puede parecer extraño, pero las
valoraciones de correcto, bello y verdadero suelen correlacionarse con
la de bueno, mientras que las de incorrecto, feo y falso con el valor
moral de maldad. En algunos códigos morales antiguos se llegaba a
admitir que entre dos sospechosos, el "mal encarado" tenía más
probabilidades de ser el delincuente. Estas valoraciones se pueden
trasladar a nuestro contexto actual. Una persona sucia (llamativo el
doble matiz), incorrectamente vestida... y a las dos de la madrugada,
levanta en nosotros sospechas de persona peligrosa de la que conviene
alejarse. De ella se espera una conducta inmoral. De igual modo se suele
decir que un drogodependiente sistemáticamente miente, por lo que
deducimos que lo que nos dice no sólo es incorrecto –es decir, no
ajustado a la realidad– sino que tiene una catadura moral sospechosa. En
la relación clínica con los pacientes se pueden esconder, de forma no
necesariamente consciente, puntos de vista similares. Cuando aparece el
conflicto entre los pacientes y los profesionales se tiende a pensar que
aquéllos, debido a su deterioro y a sus intereses particulares,
realizan planteamientos incorrectos y, por tanto, falsos; mientras que
los profesionales, en función de su capacidad científica y de sus
intereses generalizables, plantearán posturas correctas y, por tanto,
verdaderas.
C. La tercera acepción está muy vinculada a la anterior y viene a
referir la verdad como un concepto relacional desde el doble matiz de
fidelidad y confianza. Esta tercera acepción proviene de una raíz
histórica tan importante para nosotros como es el mundo semita, el mundo
judaico.
Revisando algunos textos sagrados de los judíos (Antiguo
Testamento) o cristianos (Nuevo Testamento) podemos encontrar
expresiones tan sorprendentes como "la verdad os hará libres" (Jn 8,
32). ¿Se refiere a que el conocimiento, la información sobre la realidad
da poder y éste te da más posibilidades de ser libre? No parece. Según
los exegetas, se refiere a la verdad como un tipo de vínculo con Dios
basado en la confianza y la fidelidad, siendo esto lo que realmente
libera al hombre.
También resulta curioso observar algunas expresiones castellanas,
probablemente con un origen semítico en su construcción. Cuando decimos
que "Pedro es un amigo de verdad" nos estamos refiriendo básicamente a
que nos merece toda la confianza y no al hecho de que nos vaya a
desvelar el lado oscuro de su vida. Eso sí, normalmente desde la
relación de confianza y fidelidad probablemente surgirá compartir eso
que está oculto, pero no es condición indispensable. Veamos otra curiosa
expresión: "ése es un falso". ¿Significa que es tímido o que oculta
información? Más bien significa que es una persona que no inspira
ninguna confianza, con la que no se puede mantener una verdadera
relación.
¿PERJUDICA AL PACIENTE CONOCER LA VERDAD?
En el ámbito sanitario ante situaciones de diagnóstico y/o pronóstico grave tradicionalmente se suelen aducir distintos
argumentos2 para no decir la verdad a los pacientes:
1. “Engaño benevolente”: “lo que uno no conoce no puede herirle y
puede ayudarle”. Informar sólo añadiría un plus de ansiedad al paciente y
esto es evitable. Es un planteamiento puramente consecuencialista.
2. Los profesionales no conocen la “verdad completa” y, aunque la
conocieran, muchos pacientes no comprenderían el objetivo ni las
implicaciones de la información.
3. Los enfermos con patologías graves y/o clínica de deterioro
incluso cuando dicen que quieren saber, en realidad prefieren no saber.
En un estudio sobre la comunicación del diagnóstico de cáncer en
España en el que se recogen los resultados de distintas investigaciones,
Centeno y Núñez
Olarte3 afirman que en nuestro medio un 40-70% de los
enfermos con cáncer conocen la naturaleza maligna de su enfermedad aun
cuando sólo un 25-50% han sido informados de ello. Por esto afirman que
“el enfermo sabe habitualmente bastante más de lo que se le ha dicho”
probablemente porque tiene otras fuentes de información (entre ellas su
propio organismo). Este hecho obliga a que los profesionales nos
esforcemos más en lograr un proceso comunicativo que acerque al paciente
a su realidad ya que cuando la información no proviene del equipo que
atiende al enfermo existe el riesgo de que surja en éste la
desconfianza, la sensación de engaño y el conflicto.
Estos mismos autores señalan que muchos de los enfermos españoles
que no reciben información realmente no la desean. Habrá que preguntarse
por qué ocurre esto. Una de las hipótesis puede ser que se mueven
dentro de una negación adaptativa, pero otra, no menos razonable,
podemos encontrarla en los miedos del paciente para enfrentarse a la
“conspiración del silencio” (luego hablaremos de ella) que se ha montado
a su alrededor. Este dato está muy estudiado en los niños, pero la
experiencia clínica nos dice que aparece con frecuencia en los adultos.
Es muy disonante desconfiar de quien te cuida, porque conlleva para el
que es cuidado más problemas que ventajas. La conspiración del silencio
se convierte así en un círculo comunicativo y relacional muy perverso.
Que el desvelar la información daña más que beneficia ha sido desmentido por la investigación4. En un estudio prospectivo Centeno y Núñez
Olarte5 informan que el 75% de los pacientes informados
hablaba claramente de su enfermedad y de sus consecuencias con sus
familiares, mientras que solamente el 25% de los no informados hacía lo
mismo. Los pacientes informados identificaban con más nitidez al médico
de referencia, estaban más satisfechos de su relación con él y
comprendían mejor las explicaciones recibidas. Finalmente, también se
encontró que los pacientes que saben su diagnóstico, no sólo no pierden
la esperanza sino que muestran más confianza en el cuidado que reciben.
EL DERECHO DEL PACIENTE A LA VERDAD
El acceso a la verdad es un derecho de todos los pacientes.
Sencillamente porque cada persona tiene derecho a decidir, con apoyo y
conocimiento de causa, sobre aspectos tan importantes de su vida como el
proceso de salud/enfermedad o de vida/muerte. Pero, ¿qué significa ser
fieles a la verdad del paciente? Siguiendo las dos acepciones
fundamentales de nuestra tradición, cuando al menos se cumplen estas dos
condiciones:
• Informar al paciente de todo lo que quiera saber y sólo de lo
que quiera saber sobre su “verdad objetiva”, material. Esta verdad la
averiguaremos explorando – con técnicas comunicativas pertinentes – su
mundo vital.
• Ofertarle una garantía de soporte adecuada ante la fragilidad que supone la enfermedad y la fase terminal.
Un médico o cualquier otro profesional que ante un pronóstico
fatal se empeñe en informar de todo, independientemente de lo que desee
el paciente, y que además luego se aleja de esa realidad tan dolorosa,
abandonándole, creo que está faltando a la verdad y cayendo en el cada
día más habitual “encarnizamiento informativo”.
Desconozco el posible desarrollo que ha tenido el concepto
“garantía de soporte”, pero entiendo que contiene al menos estas
variables:
• No abandono del enfermo cuando ya no se puede lograr su curación (estrategia de cuidados continuados).
• Un contexto en el que pueda expresar sus preocupaciones y miedos y en el que todo ello sea atendido.
• Respeto a ese contrato no escrito de confianza y de fidelidad mutua y permanente.
Por otro lado, el enfermo también tiene derecho a rechazar la
información diagnóstica y/o pronóstica, y el apoyo solidario y efectivo
de profesionales y voluntarios, pero para que haya rechazo tiene que
haber oferta. Y esta oferta es una responsabilidad ética de todos los
profesionales desde el momento en que empiezan a intervenir en su
atención, cada uno con sus acentos específicos.
¿Cuándo sería aceptable, como mal menor, saltarnos el principio de
alta exigibilidad moral de decir la verdad, entendida como información
objetiva?: cuando previéramos unos riesgos o consecuencias realmente
peores para el paciente que el hecho de transmitirle información sobre
su realidad. Ahora bien, este criterio debe contemplar, al menos, seis
condiciones:
• Podrá hacerse para una información concreta, no para todo el proceso.
• El perjuicio por dar la información ha de ser muy probable y estimado como muy grave.
• Información veraz, es decir, el profesional podrá no informar de
todo, pero todo lo que transmita ha de ser cierto. La mentira no es
admisible por principio y porque a medio plazo genera más mal que bien,
truncando la confianza terapéutica.
• Siempre de manera excepcional, no debe ser considerado como lo normativo.
• El profesional que quiera aplicar la excepción ha de cargar con
la prueba, es decir, deberá justificar públicamente por qué lo hace
dejando constancia en la historia clínica.
• Aquél que decida la excepción se compromete a buscar, dentro de
lo posible, las herramientas que permitan, en el menor tiempo, revertir
las circunstancias que han justificado dicho proceder.
CÓMO ESTABLECER UNA RELACIÓN DE AYUDA
Informar a un paciente no suele considerarse un derecho de éste
del que se desprende una obligación para los profesionales. La
apropiación de la información por parte de éstos favorece un tipo de
relación de poder/verticalizada y evita la ansiedad de tener que
comunicar malas noticias que son duras de escuchar y dolorosas de decir;
además la comunicación de la verdad en estos casos conlleva que el
profesional debe enfrentarse a una relación de ayuda en la que no median
objetos que ofrecer (pruebas, medicina...) sino angustias que
compartir.
La información y la fidelidad relacional se construyen, entonces,
mediante un proceso, no en sucesos puntuales, donde la clave, más que en
el nivel de información, se encuentra en el nivel de comunicación
afectiva y efectiva que se logra. Desde esta perspectiva podremos
considerar la información válida como:
• Integradora (tiene en cuenta la realidad paciente / familia / contexto sociocultural).
• Dinámica y de doble dirección.
• Secuencial, manteniéndose atenta a la evolución de los
intervinientes. Importancia del concepto "economía" de la verdad o del
proceso “información a plazos”.
• Finalista, ya que puede ser un medio idóneo para: control
emocional, autonomía en las decisiones, colaboración en el tratamiento,
adaptación a la situación, etc.
He aquí algunas orientaciones que pueden resultar útiles para todo este proceso:
• La verdad con respecto a la información no pertenece a la
primera persona que la conoce, sino a quien padece sus consecuencias, al
afectado más directamente, es decir, al paciente.
• Hay que desechar expresiones como "mentira piadosa", "mentira
humanista", “engaño benevolente” que tienen un cariz marcadamente
paternalista. Incluso el concepto de "verdad
soportable6", si no es suficientemente bien matizado, puede acabar siendo interpretado en esa línea.
• Conviene estar atentos a la "congruencia informativa" dentro del
equipo, no sólo para ser fiel a los datos, sino también a la realidad
de la persona enferma.
• Ser maestros en el arte de explorar si el paciente quiere saber
la verdad y hasta qué punto está dispuesto a escucharla. Recordar que
también tiene derecho a ignorar y a negar, siempre y cuando esto no
implique consecuencias muy graves para terceros.
• Generar en nuestros equipos un "ambiente de verdad, una
atmósfera de verdad": desde la presencia significativa y la comunicación
abierta.
• Establecer espacios de confianza e intimidad porque las
preguntas y las intuiciones que tienen que ver con la vida y la muerte
requieren cercanía, no científicos distantes ni palmoterapia
paternalista.
• No olvidar que somos ciudadanos y además potenciales enfermos y
clientes del sistema. Ser fieles a la verdad del paciente también supone
compromiso de denuncia de la "mentira patológica" de aquellos que dicen
que el sistema es justo a pesar de la exclusión de determinados
pacientes, por ejemplo, de las Unidades de Cuidados Paliativos, en
función de su emplazamiento geográfico, etc. Al cáncer se le denomina el
"asesino silencioso". También nuestros silencios producen cánceres: el
de la indiferencia y el de la exclusión tolerada.
LA CONSPIRACIÓN DEL SILENCIO. SUS CAUSAS
Una de las cuestiones más singular, quizás paradigmática, en la
que aparece el conflicto técnico-ético en cuanto a la información, la
tenemos en la llamada Conspiración del
Silencio7 que podemos definir como el acuerdo implícito
o explícito, por parte de familiares, amigos y/o profesionales, de
alterar la información que se le da al paciente con el fin de ocultarle
el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación. Detengámonos
en ella por lo frecuente y sintomático de su aparición.
Las familias, en nuestro medio, son generalmente contrarias a que
se informe a los pacientes: en una investigación de Senra Varela y
col8 esto se daba en el 61% de los familiares, elevando otros estudios este dato al 73%.
En la clínica observamos dos razones de fondo que explican esta
relación de tipo triangular (familia-profesional-paciente). En primer
lugar, la justificación explícita que los familiares suele dar es del
tipo: “no debemos aumentar la preocupación ni la angustia del paciente;
por amor, tengo la obligación de protegerle, ya está suficientemente
herido por la enfermedad; informándole no le aportamos nada positivo”.
Es una argumentación con aparente lógica interna, pero que no se suele
corresponder con la realidad. Por un lado, parece demostrado que aunque a
corto plazo la información de una mala noticia puede aumentar la
ansiedad y el disconfort, las consecuencias a medio plazo justifican
esta medida. Con la conspiración del silencio el paciente puede sentirse
incomunicado, no comprendido, engañado y esto puede fácilmente
potenciar sintomatología ansiosa o depresiva con un componente
importante de miedo y de ira. Además, esta situación disminuye el umbral
de percepción del dolor y de otros síntomas e impide la necesaria
ventilación emocional, no sólo para el paciente sino también para el
resto de la familia. Si seguimos situándonos en el mundo de las
consecuencias, tampoco podemos olvidar que se inhabilita al paciente
para “cerrar” asuntos importantes que quizá hubiera querido resolver
(desde legados testamentarios hasta aspectos más vinculares o
emocionales) y que esta situación puede también dificultar la
elaboración del duelo.
La impresión que da, y ésta es la segunda razón que explica la
conspiración del silencio, es que la familia tiene dificultades para
enfrentarse al sufrimiento de lo que sucede y que desearían negarlo.
Como que “de lo que no se habla no existe” cuando en realidad, en
muchísimas ocasiones, en este contexto “no contar puede decir mucho más
que contar.” Desde esta perspectiva, tanto desde el punto de vista
técnico como ético, conviene distinguir entre las necesidades reales del
paciente y las de sus familiares y allegados.
En un trabajo ya mencionado3 se afirma que “la alta
incidencia de conspiración del silencio en nuestra sociedad se debe a
que las familias españolas son precisamente sensibles a la hora de
asumir las necesidades del enfermo. No es ignorar su autonomía. El
paciente puede ejercer su autonomía (p. ej. demandando información) o
también delegarla (confiando a la familia el tema de la información)
cuando interprete que será beneficioso en su situación. El enfermo debe
decidir cuánta autonomía quiere ejercer y esa cantidad puede variar de
una a otra cultura”. Estoy en desacuerdo con este tipo de afirmaciones.
En primer lugar, ¿qué más da si el paciente demanda o no información si
existe el acuerdo –implícito o explícito– de ocultarle la realidad? El
poder preguntar no es condición suficiente para ejercer la autonomía. En
segundo lugar, ¿delegar en alguien para que sea el receptor de la
información significa darle permiso para que te engañe? La conspiración
del silencio, en principio, es una decisión de la familia, apoyada por
los profesionales y esto es precisamente lo contrario a “no ignorar su
autonomía”. Conviene recordar que no seguir informando a un paciente
porque esté desarrollando una negación adaptativa es una cuestión muy
distinta a la conspiración del silencio.
La conspiración del silencio también tiene que ver con la
dificultad de los profesionales en dar malas noticias. Cuando, por
ejemplo, un profesional le dice a un paciente en fase terminal con
metástasis multisistémicas que “podemos ir controlando la enfermedad.
Ahora toca esperar y cuando se haya estabilizado nos plantearemos
continuar con el tratamiento” está actuando desde lo que podíamos
denominar la “conspiración de la palabra
(speech)9”, entrando en una dinámica de engaño difícilmente justificable desde el punto de vista moral.
LA CONSPIRACIÓN DEL SILENCIO. SU ABORDAJE
Desde un análisis más principialista, ya hemos apuntado que la
información es un derecho del paciente. Él es el protagonista de todo su
mundo vital y sin información ni puede ejercer un consentimiento
informado para las decisiones terapéuticas ni podrá asumir esa situación
vital tan decisiva que está viviendo.
Aquí aparece claramente otra de las vertebraciones entre ética y
técnica comunicativa. El hecho de que la información sea un derecho del
paciente no significa que debamos argumentar necesariamente desde ahí
para desmontar la conspiración. Una acusación velada al familiar de que
no está respetando este derecho puede ser vivida como un reproche de “no
respeto” o de “no cuidado” y generar reacciones agresivo-defensivas. El
argumento a transmitir no es que él lo está haciendo mal sino que “la
no información puede ser contraproducente para el necesario proceso de
adaptación del paciente”. Cuidar estos aspectos es de enorme relevancia
porque la incapacidad habitual del familiar que defiende la conspiración
del silencio no está tejida desde el deseo de perjudicar al paciente,
sino desde un deseo primario y muy respetable de proteger a alguien a
quien ama y que además está en una situación de enorme vulnerabilidad.
También debemos considerar que cuando un familiar plantea la
conspiración del silencio, estamos ante alguien que tiene una necesidad
de contención de sus propias ansiedades. Esta situación exige un proceso
comunicativo con él, con estrategias técnicas contrastadas, que logre
que se sienta acogido y cuidado. El familiar no puede ser utilizado sólo
como un medio para un fin, sino que él también, al igual que el
paciente, es un fin en sí mismo y tiene derecho a ser acompañado en sus
dificultades porque la experiencia de sufrimiento también pertenece al
familiar.
Si se produjera la situación excepcional de que el familiar sigue
manteniendo una postura estricta de no información frente a un paciente
que desea ser informado, nosotros podremos decidir unilateralmente
informar al paciente; ahora bien, esta decisión será éticamente
justificable si realmente hemos trabajado a fondo el proceso
comunicativo con la familia. Estaríamos ante una situación de dobles
lealtades e, indudablemente, tendríamos que optar aunque sin olvidar que
proteger un derecho (del paciente) no nos exime de la responsabilidad
de cuidar el proceso (el de intentar llegar a un consenso con la
familia). La conspiración del silencio no parece compatible con la
relación de confianza que debe existir entre equipo y paciente, pero el
desvelamiento de la información en contra de la opinión de la familia
también genera una fractura de la confianza entre ésta y el equipo, de
ahí que –insistimos– sólo pueda ser justificada, como mal menor, cuando
hayamos agotado todas las posibilidades comunicativas. Esta es una
situación difícil, pero no podemos permitir que acabe siendo la familia
–y no el propio paciente– quien decida el grado de información que debe
de recibir éste por mucho que sea una práctica común en nuestro universo
cultural10. Que algo exista no justifica su bondad.
Coincido con Latimer11 en que “la verdad da soporte a
la esperanza mientras que el engaño, independientemente de su amable
motivación, conforma la base del aislamiento y la desesperación. El
escalón crítico yace en balancear esperanza y verdad en una combinación
que no sólo refleje la realidad sino que también conforte y dé fuerzas
al paciente para resituar sus fines y para que pueda continuar
expresándose como la persona única que es”.
También afirmo, siguiendo a Bartholome12 que “los
profesionales sanitarios van poco a poco descubriendo que la
aquiescencia, la obediencia y la complacencia del paciente no son
objetivos deseables para la toma de decisiones. Si un paciente
habitualmente no nos pide información, no tiene preguntas acerca de lo
que se está proponiendo y parece con voluntad de seguir cualquier
sugerencias de los profesionales, esto nos debería de llevar a
preguntarnos si realmente estamos comunicando, si el paciente realmente
comprende o si hay otros factores que inhiben la participación del
paciente en la toma de decisiones”.
COMUNICACIÓN Y DELIBERACIÓN
Desde mi punto de vista el problema de la información no es un
dilema, como se ha llegado a afirmar, entre los principios de autonomía y
beneficencia, sino entre autonomía y no-maleficencia. Tan maleficente
puede ser el encarnizamiento informativo (informar de un diagnóstico o
pronóstico negativos a un paciente que no quiere saber), como la
conspiración del silencio frente a un paciente que desea ser informado.
Aquí aparece, una vez más, la dialéctica entre técnica y ética,
entre comunicación y deliberación. La información es un acto clínico
–esto está admitido en la práctica y además recogido en la
ley1–, desafortunadamente es probable que todavía
falten años para que la legislación recoja que también lo son la
comunicación terapéutica y la deliberación.
Ciertamente, el profesional puede mantener una comunicación
terapéutica adecuada, según las circunstancias y posibilidades, con una
persona con enfermedad de Alzheimer en fase avanzada, pero difícilmente
podrá deliberar con ella. De todos modos, aquí estamos en el terreno de
las excepciones porque la mayor parte de los pacientes, mientras no se
demuestre lo contrario, son autónomos moralmente, es decir, sujetos
capaces de regular su vida y de tomar decisiones sobre su proyecto
vital. Esto significa que la obligación moral del profesional no estriba
únicamente en comunicarse adecuadamente con el paciente desde un punto
de vista terapéutico utilizando todas las estrategias comunicativas que
aporta el counselling, sino que también debe establecer con él procesos
deliberativos que realmente le ayuden en la toma de decisiones. ¿Dónde
está la dificultad? En mi opinión, en la asunción real de que el
paciente es un interlocutor válido en condiciones de simetría moral, es
decir, un equal moral del que me he convertido en compañero de un viaje
que no es el mío.
La comunicación tiene mucho de ciencia, pero también es un arte;
lo mismo ocurre con la deliberación y ambas se necesitan. La
comunicación sin deliberación puede convertirse en una herramienta
seductora, manipulativa o coactiva aunque mantenga una intención
beneficente. La deliberación sin comunicación terapéutica puede resultar
imposible o, al menos, claramente infructuosa.
La comunicación, como arte, supone asumir el riesgo de la
diversidad. Los procesos informativos por escrito (panfletos
informativos, formularios de consentimiento informado cerrados, etc.)
son generalistas, están dirigidos a un interlocutor estándar y, sin
embargo, la comunicación terapéutica exige adaptarte al otro, a su
realidad, a sus sesgos cognitivos, a sus miedos, a su realidad
axiológica, y también supone asumir el riesgo de ser uno mismo, porque
en la comunicación también entramos nosotros desde nuestras ideas –más o
menos racionales o irracionales–, nuestros afectos y nuestros valores.
Hay pautas, pero hay incertidumbre, hay claves, pero hay que abrirse a
la sorpresa, hay normas, pero también una petición de calidad para
contemplar las excepciones.
El encuentro con el otro doliente –es decir, con el ciudadano
enfermo– supone la oportunidad del crecimiento mutuo, de modular las
convicciones para no caer en dogmatismos, de ejercitar el derecho a la
progresión moral y a la búsqueda conjunta de la verdad. En el fondo, es
la carrera permanente por la utopía, por el ir más allá de lo
establecido en el protocolo, en lo políticamente correcto, en el
comportamiento que se queda simplemente en lo no-maleficente.
En este sentido la comunicación, que pretende ser una herramienta
básica para la simultánea o posterior deliberación moral, tiene algunas
claves que quizás convenga recordar:
a) Explorar permanentemente; no dar nada por supuesto. No hay un
paciente igual a otro, cada persona es un mundo y dentro de cada persona
las cambiantes circunstancias que inciden en la salud pueden llevarle
por nuevos derroteros clínicos y morales.
b) Identificar no sólo los problemas que yo como profesional, en
función de mi experiencia clínica, puedo objetivar sino también aquellas
preocupaciones que el paciente subjetivamente puede estar viviendo.
Cuando los problemas que yo objetivo no tienen nada que ver con lo que
le preocupa al paciente, cambia la sintonía y, por tanto, la
comunicación. Yo puedo estar en onda media y el paciente en frecuencia
modulada.
c) Fomentar la actitud de la empatía y su correlato, en forma de
habilidad, de la respuesta empática. Ello supone captar el mundo interno
del otro en el ámbito de los hechos, de las emociones y de los valores,
pero también tener la capacidad de expresarle que hemos captado ese
mundo interno. No olvidar que sin respuesta empática yo puedo haber
escuchado atentamente, pero mi escucha, sin devolución adecuada, puede
no haber tenido un resultado terapéutico. La empatía no sólo favorece
que el otro se sienta escuchado, sino también que pueda seguir
explorando su mundo interno, sin miedo a adentrarse en él, para
posteriormente ir tomando decisiones.
d) Actuar desde la congruencia o autenticidad, más allá de la mera
sinceridad. Ser congruente no significa que yo “le tenga que soltar”
todo lo que pienso o siento sobre él –eso sería espontaneidad
patológica–, sino que aquello que exprese esté correlacionado con lo que
pienso y siento. El paciente enseguida identifica cuándo estoy diciendo
frases hechas que no siento o cuándo hago una inadecuada declaración de
buenos deseos que nada tienen que ver con la realidad.
e) Propiciar la creación de un vínculo terapéutico. Sin éste, no
hay cambio posible. Si el profesional no se vincula a fondo o la
vinculación es estrictamente instrumental (“te cuento la analítica si me
la pides, pero no se te ocurra preguntarme qué creo que se debe hacer
con la propuesta de cirugía…”) tendremos procesos informativos, pero no
comunicativos y, por supuesto, ni atisbos de deliberación moral. Frente
al miedo a la sobreimplicación, la experiencia nos dice que,
paradójicamente, cuanto más se implica el profesional menos se quema
porque se sitúa ante un sujeto en el que reconoce, signos, síntomas y
disfuncionalidades, pero también capacidades, estrategias y valores.
Ello provoca que el encuentro terapéutico sea más intenso, pero también
que el profesional salga fortalecido por lo mucho que puede incorporar
de la riqueza del otro.
En definitiva, la comunicación en el ámbito sanitario puede ser un arte que plenifique a las dos partes.