Eduardo era mecánico de profesión. Arreglaba coches. Pero su vocación, su verdadera pasión, era inventar palabras. Eduardo siempre que se terciaba la ocasión lo manifestaba lleno de orgullo: “Yo soy inventor de palabras”. Y la gente le miraba sin comprender. Y entonces él insistía. “Sí, sí, invento palabras.”
Los niños eran quienes mejor comprendían a Eduardo. A veces, cuando salían del colegio y pasaban por delante de su taller, entraban y le llamaban. Eduardo, si no tenía mucha faena, salía a recibirlos. “¿Qué palabras has inventado hoy?” le preguntaban. Y él, afable y gallardo, atiplaba su ronca voz y pronunciaba con esmero las palabras inventadas. Y los niños las repetían con una cantinela infantil una y otra vez. Y Eduardo, satisfecho de su creación, volvía lentamente a su trabajo agitando sus tiznadas manos en señal de despedida.
Eduardo era un buen inventor de palabras. Había inventado palabras angulosas, esdrújulas, punzantes, para recriminar a quienes no hacían bien su trabajo. Palabras dulces, graves y melosas para alabar a los que se mostraban cariñosos con las personas. Y palabras alegres, agudas y saltarinas, para divertirse y pasar un buen rato. También inventó una para gratificar a quien hacía un favor. Esa era la que más le gustaba. Y no perdía ocasión de pronunciarla. Una vez tuvo que inventar un vocablo duro, fuerte y contundente para hacer saber al mundo que él no quería la guerra. Esa fue la que más le costó. Eduardo inventó muchas, muchas palabras. Pero además de inventor de palabras, Eduardo tenía un don secreto. Cuando le traían un coche maltrecho, Eduardo se acercaba hasta el capó del automóvil y le decía bajito al oído (los coches tienen oído, hay muchas personas que no lo saben) palabras que él había inventado para estas ocasiones. Y, aunque cueste creerlo, los coches sanaban de sus dolencias con dos toques de llave inglesa y una pasadita de mantecosa grasa. Esa era la velada virtud de aquel mecánico inventor de palabras.
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Hace 6 años
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