“Te voy a decir lo que pienso de verdad”. Todos hemos escuchado dicha sentencia en el contexto de nuestra vida social o laboral, y nuestra experiencia nos dice que hemos de echarnos a temblar: hemos topado con un híper sincero. Por lo general, tal declaración de principios antecede lo que no se trata más que de un ataque a otra persona, a veces incluso una humillación. Otras veces, con menor frecuencia, es la introducción a determinados comentarios, crudamente expuestos, que quizá resulten justos.
Laura García Agustín, psicóloga clínica, victimóloga y escritora sostiene que tales personas "acaban convirtiéndose en molestas y siendo evitadas por los demás, pues aunque digan supuestas 'verdades como puños' la verdad no deja de ser subjetiva e interpretable y a casi nadie le gusta que le digan lo que no quiere oír o lo que no ha preguntado… Además, lejos de ayudar, complican mucho las relaciones con los demás y acaban provocando más conflictos que acercamientos. Decir siempre lo que se piensa no es útil ni productivo si se quieren mantener las relaciones con los demás". Tarde o temprano, el híper sincero se encontrará con un problema, como es que la expresión continua de opiniones que uno considera verdaderas, por mucho que aceptemos la frontalidad en nuestras relaciones, terminará chocando con la barrera de la convención social.
Las verdades como puños, como la propia expresión coloquial indica, son contundentes, pero también pueden llegar a ser hirientes. Nos encontramos ante una difícil disyuntiva, pues valoramos positivamente la sinceridad y consideramos la mentira como un tabú, pero al mismo tiempo nos perturba la posibilidad de que, un buen día, alguien pretenda ser totalmente sincero con nosotros. Nos resulta complicado afrontar la verdad, aun cuando sabemos que es cierta, puesto que atenta directamente contra la imagen que tenemos de nosotros mismos.
En nombre de la verdad
La Universidad de Oxford publicó recientemente Ritual and Its Consequences. An essay on the Limits of Sincerity que, escrito a ocho manos por Adam B. Seligman, Robert P. Weller, Michael J. Puett y Bennett Simon, explora el origen y las expresiones de la sinceridad. Este ensayo mantiene que "la sinceridad tiene su origen en una reacción al ritual", entendido como tal el mundo social regido por convenciones compartidas que impone unas fronteras para la actuación. Tradicionalmente, la sinceridad absoluta era rápidamente censurada. La desecularización de la sociedad ha provocado la revalorización de dicha honestidad que, prosiguen los autores, "critica la aceptación de la convención social como una mera actuación sin contenido. Las alternativas que sugiere la sinceridad provienen de la búsqueda y la creencia personal antes que de la aceptación de los principios sociales".
Dicho de otra forma, según cierta visión contemporánea, no decir la verdad resulta hipócrita puesto que no atiende a lo que nosotros consideramos verdadero, sino a la observación de unas convenciones formales que han marcado lo que no puede ser dicho. Una vez la ritualidad social se ha debilitado, considerada como un reducto de otra época, se abre el camino para la expresión individual, manifestada, entre otros aspectos, por la sinceridad. ¿Pero dónde termina esta expresión personal y comienza la agresión al otro? ¿Y a quién está sirviendo realmente tal ataque de sinceridad? ¿A la verdad, al que ha sido objeto de tal comentario, o en el fondo, al que la ha enunciado?
El filósofo francés Jacques Derrida sintetizó en una conferencia que "la mentira no es un hecho o un estado: es un acto intencional. El mentiroso sabe, en conciencia, que constituyen aserciones total o parcialmente falsas. Lo que aquí cuenta, en primer y en último lugar, es la intención". Dando la vuelta a la tortilla, ¿cuál es la intención de algunas actitudes basadas en la sinceridad a toda cosa? En un gran número de estos casos, la verdad ya no es tanto un valor supremo como una coartada para encubrir una motivación muy distinta, como la imposición del punto de vista personal, el ataque a la credibilidad del otro o la mera lucha por la supremacía dentro de un grupo.
La concepción de los híper sinceros parte, en un gran número de casos, de una confusión que considera que mentir y omitir la verdad son esencialmente lo mismo. Sin embargo, esto último (callarse lo que consideramos cierto) no implica lo primero (mentir), algo que sí ocurre al revés. También existe confusión entre la verdad, que aspira a una objetividad difícil de alcanzar, y la mera opinión, sujeta a una visión personal que muchas veces consideramos erróneamente como universal. La forma es también importante para los híper sinceros, que presumen tanto de decir la verdad como de no adornarla, pues consideran que el eufemismo forma también parte del engaño, quebrantando en algunos casos la barrera del respeto.
"No puedes culparme, estoy diciendo la verdad", mantienen, esgrimiendo esta como el escudo perfecto frente a cualquier crítica a su actuación. A pocos se nos escapa que las grandes y deliberadas mentiras son indeseables y moralmente condenables. Sin embargo, existe una nebulosa zona en la que se encuentran determinado tipo de verdades (dañinas) y mentiras (piadosas) que son mucho más difíciles de afrontar.
Mentiras blancas
En el otro extremo encontramos las llamadas mentiras piadosas, pronunciadas con el objetivo de no dañar la autoestima de alguien o de intentar suavizar una verdad problemática. Y que, sin embargo, coinciden en algunos casos con lo que decíamos de la sinceridad brutal: que si sirven a alguien, es al que la enuncia, en cuanto que la mentira "blanca" (como la denominan los anglosajones) puede servir para eludir una responsabilidad. Otras veces, la mentira piadosa surge porque consideramos que no somos los más indicados para hacer ver a otra persona determinada verdad, ya que no gozamos del grado de confianza suficiente, o porque queremos apoyarla en un proceso de recuperación, como puede ocurrir con un enfermo al que consideramos que poco le puede ayudar que le recordemos la mala cara que tiene.
Laura García mantiene que "las mentiras piadosas suelen resultar bastante crueles, tanto o más que las otras. Así que hay que tener mucho cuidado con su uso. Lejos de causar una buena impresión en quien las recibe, suele causar el efecto contrario porque generalmente cuando se usan es porque se subestima al otro, lo que es un atentado directo a su autoestima". Una célebre sentencia de Friedrich Nietzsche rezaba así: "lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti". La mentira, aun benévola, horada irremisiblemente la credibilidad del que la pronuncia, en caso de ser descubierta.
En el mundo soñado por Franz Kafka en El proceso, el perseguido Josef K. oía de boca de uno de los personajes que "no hay que creer que todo es verdad, hay que creer que todo es necesario", ante lo cual, K. concluía que era "una opinión desoladora, la mentira se convierte en el orden universal". En dicha novela, la preponderancia de la utilidad del acto frente a la noción de verdad era la base de un sistema basado en el engaño. Y, sin embargo, la defensa de la verdad como valor absoluto puede ser igualmente problemática si no partimos de que el acceso a la misma es complicado y, en muchos casos, sujeto a la subjetividad de cada circunstancia personal.
"Siempre podemos adornar la verdad (que no mentir), así que yo reivindico decir la verdad pero en positivo, es decir, centrándonos en las posibilidades, en las alternativas, en las opciones… y siempre que alguien nos pida esa información. Quiero decir con esto que un enfermo, por ejemplo, tiene tanto derecho a saber como a no saber. Por eso, no podemos obligarle en nombre de la verdad a que conozca toda la información sobre su enfermedad si antes no le hemos preguntado si quiere saberlo", prosigue Laura García. Aún debería haber espacio, por lo tanto, para la convención, pues no siempre la sinceridad es positiva ni ha sido requerida por aquellos que han sufrido sus consecuencias. Si la mentira se define por la intencionalidad del embaucador a la hora de enunciarla, la sinceridad debería preguntarse por la necesidad de la misma. Hay verdades para nosotros inapelables que, en el fondo, no encubren más que subjetivas falsedades.
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