No sabéis lo mal que estoy. Cualquier día hago algo gordo y saldrá en los periódicos". Hace un mes que Graciela Lilian Baravrán Hanitzsch habló así a Mariángeles García. Entonces esta pensó que era solo una de las muchas amenazas de suicidio que su amiga repetía como una letanía desde hacía dos años. Cuando el lunes escuchó por la televisión que una cuidadora había matado de madrugada a los tres niños a su cargo en un centro de un pueblo de Valladolid, supo que Graciela iba a salir en los periódicos.
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La presunta homicida dejó una carta en la que pide perdón a su hija por quitarse la vida. Pero falló en sus intenciones
"Adoraba a esos niños. Eran su vida. Eran sus niños", declara una de las pocas amigas de la causante de la tragedia
Encontraron los tres cadáveres el pasado lunes por la mañana. Dos cuidadoras acudieron a las nueve a relevar a Graciela, la mujer de 55 años que hacía el turno de fin de semana. Pero no les abrió la puerta del chalé. No veían a nadie a través de las cristaleras de colores de la casa, pero sabían que no se habían ido: en el jardín seguía aparcada la furgoneta con parasoles en las ventanillas. Era el coche en la que trasladaban a los pequeños con problemas de movilidad internos en el centro: niños de nadie, hijos de la Junta de Castilla y León.
Avisados por las monitoras, los guardias civiles entraron a la casa por una de las ventanas: los tres pequeños de 3, 9 y 14 años estaban muertos. El mayor tenía una bolsa de plástico en la cabeza, los otros dos habían muerto asfixiados con papel transparente del que se emplea para envolver alimentos. Todos murieron sobre las cinco de la madrugada. A la cuidadora la encontraron exánime en la bañera con contusiones en la cabeza y tajos abiertos con un cúter en las muñecas y en los pies.
El centro Nuevo Amanecer, que gestiona la ONG católica Mensajeros de la Paz, se trasladó hace un año al número 1 de la calle del Almendro, en una zona residencial de Boecillo, pueblo de casino y bodegas, a 15 kilómetros de Valladolid. "Está mucho mejor la nueva casa, porque así mis niños tienen un patio para jugar", le dijo Graciela a su amiga Mariángeles García cuando mudaron de sede.
Sabía que a su amiga le habían diagnosticado un trastorno bipolar hacía unos meses, que tomaba medicación y que tenía problemas de depresión, pero Mariángeles nunca imaginó que pudiera ser un peligro para nadie más que para ella misma. Cuando piensa en lo que ha pasado, siente dolor, culpabilidad y desconcierto a un tiempo: "Adoraba a esos niños. Eran su vida, sus niños".
Graciela continúa ingresada en el Hospital Clínico de Valladolid, donde se cura de las heridas que se autoinfligió la madrugada del lunes. Diecisiete grapas le cierran una herida en la cabeza. Cuando reciba el alta médica, ingresará en el penal de Valladolid, sin posibilidad de salir bajo fianza. El juez que instruye el caso, José María Crespo, denegó el viernes la solicitud de libertad provisional hasta el juicio que hizo su abogada, Genoveva de Paz Fernández.
La acusada no ha abandonado la idea del suicidio. Rehúsa comer desde que ingresó en el hospital, empeñada en acabar con su propia vida. "No quisiera estar ahora en su pellejo. No quiero ni pensar cómo se sentirá al darse cuenta de que arrastrará tres muertes a su espalda el resto de sus días. Tres vidas que quería", dice su amiga.
"Probablemente sea necesario hacer tests psicológicos a los monitores que se encargan de los niños con discapacidad", aventura Javier Font, presidente de la federación de asociaciones de discapacitados en la Comunidad de Madrid. Los cuidadores de personas con una elevada dependencia desarrollan con frecuencia, en mayor o menor grado, el síndrome del cuidador quemado. Es el nombre con el que la literatura médica bautiza las consecuencias de la frustración de ver que la persona que uno tiene a su cargo no puede mejorar su nivel de vida.
Un trabajo como el que ejercía Graciela "mina la moral de los trabajadores, acaba afectando a su estado mental y pueden llegar a tener problemas para asumir el día a día", dice Carmen Amez, secretaria de la Federación de Servicios Públicos de UGT en Castilla y León. Amez pide que los reconocimientos médicos se hagan anualmente, ya que "la sobrecarga física, psíquica y emocional es muy fuerte y puede repercutir en su rendimiento laboral". El presidente de la ONG que gestiona el centro, el sacerdote Ángel García Rodríguez, el padre Ángel, ha afirmado que desconocía los problemas psicológicos de Graciela, pero no ha querido hacer declaraciones sobre los requisitos que se exigen a las cuidadoras contratadas.
En ocasiones ocurre que "a personas sin suficiente preparación se les aceptan trabajos con personas al cargo porque necesitan el dinero, pero no tienen la formación ni las condiciones psicologicas necesarias. La tarea del cuidador especializado es muy delicada y compleja, y requiere formación y condiciones adecuadas", afirma Alejandro Ávila Espada, catedrático de psicología en la Universidad Complutense.
Graciela había trabajado anteriormente cuidando a personas, pero no había estudiado para ello. Nació en Montevideo (Uruguay), aunque emigró a Argentina años después, donde conoció a su marido, Héctor González Aspián, de 62 años, el padre de su única hija, Claudia. El matrimonio vino a España hace más de 10 años. Al principio Héctor encontró un trabajo en Madrid en la empresa de reformas BM3, pero no llegaban bien a fin de mes y un compañero le propuso que su mujer, Graciela, cuidara a unas familiares, ya mayores, en Ávila. Iba por las mañanas, las atendía, limpiaba la casa y hacía la comida. "Nunca hacía solo eso, siempre nos acompañaba al médico o lo que hiciera falta, aunque estuviera fuera de su horario. Ella era así", dice una familiar de las mujeres a las que cuidaba.
Ávila era una alternativa más barata que Madrid para vivir, y Graciela y Héctor se trasladaron a la calle de Burgondo, en la zona residencial de la capital abulense. Los vecinos la recuerdan como una "señora encantadora que hablaba con todo el mundo", pero no conocen los detalles de su vida: era reservada y no contaba sus intimidades a casi nadie. En 2003 su marido sufrió un accidente laboral. Aunque puede valerse por sí mismo, Héctor recibe una pensión de 900 euros y no ha vuelto a trabajar, por lo que Graciela tuvo que buscar otro empleo.
La contrataron como cuidadora de niños discapacitados en un centro de Mensajeros de la Paz, un trabajo por el que cobraba unos 1.000 euros. Mariángeles afirma con seguridad que Graciela consiguió el trabajo por su hija, que tiene un alto puesto en la dirección de la ONG en Castilla y León, donde también trabaja la actual pareja de esta. Graciela se entregó con amor de madre: "Me quitan a mi niña", recuerda Mariángeles que solía decir cuando hace dos años una familia adoptó a una pequeña a la que quería como si fuera suya. La nueva familia de la niña, que reside en Madrid, siguió llevando a la pequeña a Ávila para que viera a su antigua cuidadora. "No te impliques tanto, Graciela, no son tus niños, sino de la Junta", le aconsejaban. "Nadie los cuida como yo", contestaba siempre.
Solía hablar de ciertos roces con las otras cuidadoras del centro. Según le contaba a su amiga Mariángeles, eran recelos superficiales: ellas la tenían por una "enchufada" y Graciela solía referirse a ellas como unas "veintea-ñeras" a las que les faltaba experiencia. El centro de Boecillo tenía capacidad para un máximo de siete niños, pero el domingo pasado solo había tres: Miguel Ángel, Dáimer, y David.
El guineano Dáimer era el favorito de Graciela. "Mi negrito da unos abrazos tan fuertes que te hace daño", solía decir. Un parto complicado podría ser la causa de la discapacidad psicofísica del chiquillo. Su padre, que vive en Guinea, no se había hecho responsable del niño y su madre, Milagrosa, decidió emigrar a España cuando el niño tenía pocos meses. Al principio trabajó en la hostelería en Burgos, donde tenía otros familiares, pero hace tres años, sin medios para cuidar a su hijo por problemas laborales, decidió renunciar a su custodia e ingresarlo en un centro, según fuentes de la familia. Dina, una tía del niño que es monja, contactó con Mensajeros de la Paz para que recibiera los cuidados necesarios.
Pese a haber renunciado a la custodia, Milagrosa, que vive en Burgos, aunque su actual pareja trabaja en Valencia, siguió visitando a su hijo. Estaba de viaje en Guinea, donde llevaba aproximadamente un mes, cuando una llamada de la Junta le comunicó lo que le había ocurrido a Dáimer. Llegó a España el pasado jueves, justo a tiempo para despedir a su hijo en la iglesia de San Pablo, de Burgos, la misma en la que fue bautizado. Solo pudo estar con él durante una hora: entre el funeral y el entierro.
A 33 kilómetros de allí, dos cruces de madera clavadas en la tierra y otra dibujada en la puerta señalan el cementerio de Villaescusa la Solana, donde descansa el mayor de los tres niños asesinados. Miguel Ángel, que tenía 14 años, está enterrado junto a su madre, María del Carmen Cuenca, que murió de cáncer hace dos años. Al entierro, que también fue el jueves, acudieron el padre y el hermano del chico, cinco años mayor que él. Miguel Ángel nació con una discapacidad severa, lo que obligó a sus padres a ingresarlo en un centro de acogida a los pocos meses de nacer. Según la autopsia, el adolescente fue el único que opuso resistencia la madrugada del domingo, cuando Graciela vendó presuntamente su cara con plástico de cocina. Probablemente por ello fue el único encontrado con una bolsa de plástico enrollada en la cabeza.
El más pequeño de los niños asesinados, David, iba a ser adoptado por una de las cuidadoras del centro Nuevo Amanecer, en Boecillo. El pequeño de tres años era de Cespedosa de Tormes, un pueblo de Salamanca, limítrofe con la provincia de Ávila. Nació sin ninguna discapacidad, en un parto por cesárea tras el que pasó unos días en la incubadora. Un mes más tarde ingresaba en el hospital con una lesión cerebral grave que lo dejó postrado. Fue entonces cuando la Junta retiró a los padres la custodia del pequeño y de su hermano, que entonces tenía un año, por presuntos malos tratos.
Joaquín García, el padre del menor, asegura que "son acusaciones sin fundamento". Apoya su declaración en unas fotocopias, supuestamente emitidas por el juzgado de Béjar ocho meses después de que le retiraran la custodia, en las que se indica el archivo de la causa. Pese a ello, en ningún momento se les ha devuelto la custodia.
Es la historia de una familia rota: Josefa, la madre, perdió años antes la custodia de dos de los tres hijos que tuvo con su anterior marido, un hombre que ha estado en prisión varios años y que, según ella, la maltrató. El hijo mayor de ese matrimonio murió de cáncer cuando tenía nueve años. Se llamaba Jesús, nombre que Josefa volvió a poner al primer hijo que tuvo con su segunda pareja, Joaquín. El mismo cuya custodia pretenden ahora recuperar: "Dijeron que nuestros hijos estaban mejor con la Junta, y mira lo que le ha pasado ahora a su hermano".
Graciela Baravrán adoraba a Miguel Ángel, Dáimer y David. Por eso nadie pensó que pudiera hacerles daño, pese a lo preocupante de su estado psicológico. Constantemente amenazaba con el suicidio. La última vez, a su hija, a la que llamó horas antes de matar a los menores diciendo que iba a suicidarse, según fuentes de la Guardia Civil.
Hacía años que Graciela tomaba medicación por sus depresiones. Poco a poco dejaron de ser bajones puntuales. Ella y su marido se mudaron de barrio, y se fueron a vivir cerca de la iglesia de Santo Tomás, en Ávila. Allí vivieron pequeñas guerrillas de escalera. Nada que no ocurra en otros portales: el ruido de las obras del piso (Héctor lo reformó completamente), una perra demasiado vieja que no controlaba los esfínteres... El rellano fue escenario de gritos y discusiones en más de una ocasión.
En los últimos dos años las depresiones de Graciela se agravaron. Se juntaron varias cosas: la muerte de su vieja perra, la adopción de la pequeña del centro que tanto quería... Fue también cuando su hija Claudia decidió ser madre. Desde entonces, la relación entre ellas no era mala, pero se enfrió. "Ella hubiera querido ver a su hija de blanco en una iglesia, casándose con alguien que a ella le gustara", cuenta una amiga.
El estado de Graciela se agravó. Una de las últimas veces que Mariángeles la vio no pudo evitar decirle le preocupaba: había adelgazado 20 kilos en un año, los ojos negros ya no bailaban, estaban hundidos, la cara pálida, la piel gastada. Solo las ojeras pintaban su rostro. Aquel día la llamó por teléfono Héctor, tuvieron una discusión y le prohibió hablar con su esposa: "¿Qué le has dicho a Graciela? No vuelvas a llamarla". Las amigas siguieron su relación, pero se llamaban a escondidas: los martes y los jueves, cuando el marido de Graciela se iba a gimnasia o los fines de semana, desde el trabajo. "No es solo a ti", le comentó, "se lo ha dicho a más gente".
La relación del matrimonio era "complicada". Así es como la define Graciela en su perfil de Facebook, en el que también afirma que está interesada en los hombres. "Graciela nunca dijo una mala palabra de su marido. Dependían el uno del otro, pero había celos. No sé bien de quién a quién, pero había celos", reflexiona Mariángeles. Ahora relaciona esos celos con Internet, al que Graciela se había enganchado en los últimos meses. Cuando vivían en la casa anterior, Héctor solía ir al bar de debajo de la que luego sería su casa. Cuando se mudaron dejó de ir a ese bar: "Ni siquiera saludaba, era como si no quisiera que su mujer supiera que iba allí", recuerda Teresa, la camarera.
En su círculo de más confianza Graciela solía repetir: "A Héctor le importo una mierda". Era una idea recurrente desde que su estado emocional se fue deteriorando. Cuando su marido salía de casa, ella le espetaba: "Si te vas, espérate a ver qué encuentras a la vuelta". Era solo una de las muchas frases que se habían acostumbrado a escuchar su marido y su hija: "Soy una mierda, solo estorbo", "No valgo para nada", "No sabéis lo mal que estoy, no os dais cuenta. Un día hago algo gordo"... Los avisos no eran solo palabras: antes de lo ocurrido este fin de semana, se había intentado suicidar otras tres veces.
La última fue esta primavera, antes de que le diagnosticaran un trastorno bipolar. Ingresó entonces en el centro de día del Hospital Provincial de Ávila, a 10 minutos caminando de su actual casa, pero pidió el alta voluntaria tras el primer día: "Eso está lleno de locos. Yo allí no pinto nada, no me gusta". Desde entonces no siguió un tratamiento psiquiátrico regular y comenzó a decidir sus propias combinaciones de los medicamentos que le habían ido recetando. "Este medicamento no me funciona. Voy a dejarlo", se quejó en alguna ocasión.
Graciela nunca aceptó tomarse una baja. Su hija, aunque conocía su estado depresivo y los ingresos en el hospital, tampoco le obligó a cogerla. Solía decir que si se daba de baja temporal perdía el trabajo. Tenía miedo a abusar de la confianza por ser la madre de unas directivas, pero también la obsesionaba el dinero. No quería estar una temporada cobrando solo el 75% del salario. En el centro aseguran desconocer la inestabilidad emocional de Graciela, aunque Mariángeles está convencida de que su hija sí lo sabía.
¿Podía haberse evitado? "Se quedaba apretujada en el sofá y solo se levantaba para ir a trabajar con sus niños", cuenta una vecina. Entonces se duchaba y cogía el tren a Valladolid con una mochila con la ropa y el cepillo de dientes. Fue precisamente en esa mochila en la que la Guardia Civil encontró una nota inconexa escrita por Graciela. Según fuentes de la investigación, la carta no hace ninguna referencia a por qué mató a los niños. Todo lo que puede entenderse es que pide perdón a su hija por quitarse la vida. No lo consiguió.
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