No es raro el caso de la mujer inteligente que ve cómo su actividad profesional, y su personalidad misma, quedan oscurecidas tras su matrimonio con un científico o intelectual ilustre, al que, a menudo, ayudaron en las primeras etapas de su trabajo. Ejemplo muy conocido es el del matrimonio Einstein; pero también podemos encontrar algún caso en el mundo de la economía, como el de Alfred y Mary Paley Marshall.
Alfred Marshall (1842-1924) es, sin duda, uno de los personajes claves en la historia de la teoría económica. Muchos de los instrumentos que usamos los economistas en nuestro trabajo diario (la elasticidad de la demanda, el excedente del consumidor, las curvas de oferta y demanda en comercio internacional...) fueron acuñados o popularizados por él. Pero nadie podrá acusarle de ser uno de esos economistas que se encierran en su torre de marfil y viven sólo para la teoría pura. Por el contrario, su preocupación por el bienestar de las personas más humildes de una sociedad estuvo siempre presente en la elaboración de su obra. Como prueba de esta actitud suele contarse una historia, según la cual Marshall compró un día un cuadro que representaba a un mendigo y lo colgó en su despacho para ser así siempre consciente de que la misión de un economista no es tanto elaborar hermosas teorías como tratar de solucionar los problemas de cuantos son como aquel pobre hombre.
Pero este aspecto noble de su carácter no aparece, sin embargo, en su colaboración con su esposa en la preparación de un libro cuyo objetivo era convertirse en un manual de introducción a la economía. Mary Paley fue una de las mujeres pioneras en cursar estudios universitarios en Inglaterra. Alumna de Alfred Marshall en Cambridge, contraería matrimonio con él pocos años después. Y durante algún tiempo ejerció, además, de profesora de economía para ayudar en la formación de aquellas chicas que empezaban a acudir al que sería el primer colegio femenino importante de la universidad, Newnham College. El mismo año de su matrimonio (1877) los Marshall empezaron a trabajar conjuntamente en su manual, que se publicaría dos años más tarde con el título de Economics of Industry. El libro apareció con la firma de los dos autores y fue, por cierto, un éxito de ventas, con varias reimpresiones a lo largo de los años siguientes.
Pero los problemas empezarían pronto. Casi desde el primer momento Alfred Marshall mostró su insatisfacción con la obra. Muchos años después, Keynes podía afirmar aún que se trataba de un excelente libro. Pero Alfred estaba decidido cambiarlo sustancialmente... y a borrar a su mujer de la portada. A pesar de haber mostrado en su juventud gran interés por la extensión de la educación universitaria a las mujeres, con el paso del tiempo nuestro personaje se fue volviendo cada vez más escéptico con respecto a las posibilidades de aquellas en la vida académica y profesional... y su propia mujer pasó a desempeñar un papel cada vez más secundario en la sociedad. No sólo tuvo que dejar la enseñanza, sino que vio también su nombre borrado de la portada de Economics of Industry, cuando el libro se publicó de nuevo, en una edición muy revisada esta vez, el año 1892. La explicación que se dio de este curioso hecho fue que, aunque con el mismo título, la obra era en realidad muy diferente, ya que se trataba en realidad de un resumen del gran libro que Alfred Marshall había publicado en 1890, sus Principios de economía. Pero la explicación, aunque tenga algo de cierto, no parece responder totalmente a la verdad. De hecho sabemos que Marshall siempre se sintió muy incómodo con este tema; y que llegaba a enfadarse cuando alguien le preguntaba si aquel libro en el que aparecía sólo su nombre no había sido escrito también por su esposa.
Y en el prólogo de la que ha quedado como versión definitiva de Economics of Industry tampoco nuestro autor reconoció en forma adecuada los méritos de su mujer. Al presentar el libro no mencionó siquiera las anteriores ediciones de autoría conjunta y escribió, simplemente, lo siguiente: “Mi esposa me ha ayudado en cada una de las etapas de redacción del manuscrito y de lectura de las pruebas de imprenta de mis Principios y también de este libro; por lo que la deuda que tengo por sus sugerencias, sus opiniones y su atención es doble”.
Hasta el fallecimiento de su marido en 1924, Mary Paley estuvo totalmente dedicada a él. Sin querer criticar demasiado al maestro, uno piensa que el viejo Alfred podría haber sido un poco más generoso con ella.
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