Es sábado, seis de la tarde. Luis (nombre ficticio) lleva a su hija de 14 años en coche al centro de Madrid. Lo que su «pequeña» le ha dicho es que va a salir con sus amigas. Lleva unos vaqueros y una camiseta normal. La deja en la calle Barceló, donde se ubican algunas de las discotecas de renombre de la capital, la mismas que acogen sesiones light (para menores de 18 años) todos los sábados al año. Lo que Luis desconoce es que su hija, a la que tiene que recoger a las diez de la noche, cruzará la puerta de una de estas salas y ya en el baño cambiará su indumentaria por un corpiño negro de encaje que resaltará sus voluminosos senos, un atuendo que adornará con un liguero de leopardo y unas medias de rejilla. Para culminar, unos tacones de diez centímetros y la plataforma de la discoteca la elevarán durante más de dos horas a lo más alto del recinto. Su cuerpo se meneará al son de la música bajo la atenta mirada de centenares de adolestentes con las hormonas revolucionadas.
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