domingo, 28 de noviembre de 2010

Un Ministerio para La FELICIDAD

Joan Hortalà, presidente de la Bolsa de Barcelona (EL PERIÓDICO, 17/03/06):

El análisis especializado sobre la interrelación entre la economía y la felicidad viene de lejos en la historia del pensamiento económico. A finales del siglo XVIII, J. Bentham ya sostenía que el principal objetivo de la economía política debía consistir en maximizar la suma de la felicidad de la ciudadanía. Los planteamientos actuales, sin embargo, se inician a principios de 1970, a raíz de un trabajo de R. A. Easterling, preguntándose si el dinero puede comprar felicidad.
El correspondiente análisis economicista, acompañado de conocimientos propios de psicología experimental, se basa en encuestas que en países como Estados Unidos y Japón se habían puesto en marcha unos pocos años antes. Los sondeos europeos son más recientes. En el conjunto de ellos, de todas maneras, las conclusiones son bastante similares: el aumento progresivo del bienestar material, medido usualmente por la evolución del producto interior bruto (PIB), no es parejo, por lo menos en la misma proporción, con el aumento de felicidad. Y en determinados estadios se registra incluso todo lo contrario.
En estudios transversales, en los cuales se relaciona felicidad e ingreso por habitante, se constata lo siguiente. Primeramente, los países de mayor renta disfrutan comparativamente de altos niveles de felicidad, si bien los incrementos relativos del PIB no guardan correlación positiva con aumentos de felicidad. Es el caso de países como Suiza, Holanda, Canadá o Estados Unidos. En segundo lugar, naciones que también disfrutan de altos estándares de felicidad, pero con unas rentas comparativamente más bajas, muestran la tendencia, en contraste con el caso anterior, de que al aumentar el PIB también aumenta la felicidad, aunque con matices.

A SABER, cuando el nivel absoluto de renta per cápita supera en una cifra promedio el umbral de los 16.000 euros, entonces deja de existir correlación positiva entre ambas variables. En este marco, se encuentran países como España, Chile, Corea del Sur o China. Finalmente, en países con renta por habitante más baja y niveles reducidos de felicidad, como Rumanía, Perú, Rusia o Bulgaria, en todos los casos sucede que el incremento del PIB sí repercute en mayor felicidad.
Con la finalidad de disponer de indicadores cuantitativos, se ha construido un índice que añade a la cifra del producto interior bruto corriente la suma algebraica, por un lado, de la disponibilidad de tiempo libre, del trabajo doméstico no remunerado y de la participación en asociaciones voluntarias; y, por el otro lado, del coste estimado de perjuicios mediambientales, de la delincuencia, de los casos de divorcio y de las penalidades que están asociadas a estados depresivos.
En los escasísimos países en donde se disponen de series fiables en este sentido, también los resultados resultan bastante similares. Si bien los niveles de felicidad, en perspectiva histórica, son razonablemente satisfactorios, el índice permanece estancado –y en algunos casos incluso disminuye– desde hace aproximadamente tres décadas, periodo éste, no obstante, en que los aumentos registrados en el PIB han sido particularmente notorios.
Con datos como éstos y otros similares, R. Layard impartió un seminario el pasado año en The London School of Economics, en el cual a partir de entender la felicidad “como sentirse bien, disfrutar de la vida y considerar que ello es maravilloso”, concluye que los gobiernos deberían reorientar los objetivos de la política macroeconómica.
En vez de priorizar sustantivamente el crecimiento económico, sería mejor diseñar mecanismos y arbitrar medidas para que las políticas públicas promovieran la satisfacción en el trabajo, una mayor igualdad social y mejor y más permanente unidad familiar. También, por supuesto, para que incidieran contundentemente en la mejora de la salud física y mental de cada individuo.

CON TODO, los críticos y los escépticos argumentan que, efectivamente, se dispone de mayor información, de planteamientos alternativos, de criterios para reorientar las actuaciones gubernamentales, pero que, en definitiva, aunque el dinero no te haga más feliz, su disponibilidad ayuda a soportar la desdicha relativa, tanto más cuanto mayor es el estoc patrimonial del que se dispone. Por lo tanto, las propuestas como las citadas de Lord Layard vienen a ser interesantes desde el punto de vista del conocimiento y resultan útiles para complementar las políticas públicas. Pero, en resumidas cuentas, la economía de la felicidad, si bien en un marco de mayor posibilidad de raciocinio, no constata sino la archiconocida intuición que prescribe la sabiduría popular.

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