En numerosas ocasiones oímos que es del todo punto imposible reducir el déficit público a corto plazo. "¡No hay de dónde recortar!", "el problema es que ha caído la recaudación, no que gastamos demasiado", nos gritan nuestros gobernantes como si, pobrecitos, no pudieran llegar a fin de mes. Pero lo cierto es que ese enorme déficit que está a punto de aplastar a nuestra economía tiene una historia que no conviene obviar. Al cabo, Zapatero, Gallardón o Camps no son unos advenedizos que, recién llegados al poder, se encuentren con unas finanzas públicas desestructuradas por sus predecesores; al contrario, llevan alrededor de ocho años gobernando, con lo cual alguna responsabilidad tendrán en la bancarrota nacional.
Porque sí, como muy bien explica el reciente informe del Instituto Juan de Mariana sobre fiscalidad comparada en Europa, lo que le ha sucedido a este país es que las administraciones públicas se sumaron entusiastas al carro de la burbuja inmobiliaria: el boom económico artificial que vivíamos disparó los ingresos tributarios, de modo que prácticamente todos los políticos –de todos los partidos– dieron rienda suelta a sus más bajos instintos socialistas. ¿Que entraba más dinero en la saca? Pues venga a expandir el gasto, que para algo el dinero público no es de nadie (salvo de la casta estatista que nos rapiña a conciencia).
Y así, nuestros políticos-cigarras comenzaron a despilfarrar y despilfarrar, creando una rígida estructura de gastos públicos muy inflexible a la baja: entre 2002 y 2007, los gastos del conjunto de las Administraciones Públicas –excluyendo la Seguridad Social– se incrementaron en un 47%. ¿Saben en cuánto aumentaron sus gastos durante ese mismo período los aburridos alemanes-hormiguitas? Un 2,8%. Si es que lo llevamos en la sangre; a los españoles nos va la marcha: euro que creemos que va a entrar, diez euros que hacemos salir. Y aun así, la burbuja fue de tal magnitud que las previsiones de ingresos del Gobierno siempre quedaban desfasadas, lo que nos permitió, por muy manirrotos que fuéramos, amasar algún ligero superávit: como una vez fantaseó el protokeynesiano Michal Kalecki, cuanto más gastábamos, más ingresábamos.
Pero en 2008 la juerga se terminó y en ese momento los ingresos se vinieron abajo, alumbrando el colosal déficit que está poniendo en jaque la solvencia de nuestro país. La evolución de nuestros ingresos y gastos públicos (excluyendo de ambas partidas la Seguridad Social) no deja lugar a dudas.
Pero debemos plantearnos qué habría sucedido si nuestros políticos se hubieran comportado como los alemanes, esto es, si entre 2002 y 2006 en lugar de incrementar el gasto en un 50% sólo lo hubiesen hecho en un 2,8%. En este caso, y aun suponiendo que entre 2007 y 2009 el gasto aumentara un 17% –como sucedió en realidad– por efecto de la crisis, la imagen es radicalmente distinta:
En 2009 apenas hubiésemos tenido un déficit público del 1% del PIB (10.000 millones de euros) frente al del 11,1% (unos 110.000 millones de euros) que arrojó en realidad; déficit que habría podido ser sobradamente sufragado con los superávits de todos los años anteriores. Y ello, ya digo, aun excluyendo la Seguridad Social, que hasta el momento ha presentado superávit y cuya evolución de gastos puede considerarse no discrecional.
¿Conclusión? Es simplemente mentira que no haya de dónde recortar. Los gastos se han multiplicado casi por dos en apenas ocho años y, ¿acaso notó una mejora sustancial de los servicios públicos entre 2002 y 2007? No, la inflación despilfarradora ha sido en sencia un homenaje al aparato estatal y a sus redes clientelares. ¿Va comprendiendo por qué los alemanes están hasta las narices de nosotros? Por los mismos motivos que todos de niños censurábamos la caradura de una cigarra que pretendía vivir a costa del esfuerzo de la homirga.
Hasta que los gobernantes no se ajusten el cinturón, este país no tendrá remedio. Señores políticos, olvídense de la burbuja inmobiliaria y regresen a 2002. Los únicos nocivos especuladores que quedan en España, los únicos que quieren seguir viviendo del cuento del ladrillo y de los artificiales ingresos fiscales que generaba, son ustedes.
Juan Ramón Rallo es jefe de opinión de Libertad Digital, director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana, profesor de economía en la Universidad Rey Juan Carlos y de ISEAD y autor de la bitácora Todo un Hombre de Estado. Ha escrito, junto con Carlos Rodríguez Braun, el libro Una crisis y cinco errores, galardonado con el Premio Libre Empresa 2010.
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