A todo adulto le ocurre tarde o temprano. Un buen día, colmada su paciencia, se descubre regañando acaloradamente a su hijo a través de unas palabras que le resultan familiares, aunque en un primer momento no consiga ubicarlas del todo. Comienza a preguntarse dónde las ha oído antes. Y entonces, se da cuenta: acaba de pronunciar las mismas palabras que su padre le dedicó en el pasado, aquellas que tanto detestaba y que se prometió que nunca utilizaría. De entre todas estas expresiones, probablemente la más repetida sea aquella de "cuando seas mayor entenderás lo que he hecho por ti". Y, efectivamente, es en el momento en que entramos de lleno en la edad adulta y hemos de afrontar nuestras responsabilidades paternales cuando comenzamos a comprender y reproducir, muchas veces involuntariamente, aquellas actitudes de nuestros progenitores que en su día consideramos inadecuadas, inútiles o anticuadas. Coks Feenstra, psicóloga infantil y autora de El Gran Libro de los Gemelos, El hijo superdotado, (Ediciones Médici) y ¿Por qué llora mi bebé? (Temas de Hoy), coincide: "todos los padres perciben que, a la hora de educar, les vienen las frases que escucharon de niños, ¡y que seguramente se habían propuesto no repetir nunca!"
Es el final de un proceso que se ha ido anunciando inadvertidamente. La primera señal suele ser biológica, cuando confrontados con la imagen que nos devuelve nuestro espejo, vemos una buena mañana asomar rasgos bien familiares. El siguiente paso es de la toma de conciencia psicológica, algo que se produce cuando reparamos en que muchas de nuestras pequeñas manías lo fueron antes de nuestros progenitores o cuando alguien cercano nos señala que esos comportamientos que entendíamos propios de nuestro carácter no son más que imitaciones de otros que vimos en nuestros padres.
Resulta inherente a la juventud rechazar gran parte de aquello que nos ha sido enseñado a través de la tradición y las instituciones. Y, por la cercanía personal y distancia generacional, probablemente la figura paterna/materna sea la que suscite mayores críticas. Todo hijo se propone hacerlo mejor que ellos y no caer en los mismos errores, un rechazo que es parte del proceso natural de conformación de la identidad. Joseph Campbell señala, en El héroe de las mil caras, que una parte esencial del viaje del héroe mítico es el enfrentamiento final con el padre, para ocupar finalmente el lugar de éste. Es decir, convertirse él en aquello que se rechazaba. Quizá sea el mito de Edipo el que haya articulado de forma más clara esta idea: Edipo está destinado a ocupar el lugar de su padre tarde o temprano y convertirse así en el rey de Tebas. El mito detalla cómo, por mucho que lo intente, le será imposible escapar de este sino prefijado.
Mejores que nuestros padres
Es en la educación de nuestros hijos donde esta situación probablemente se manifieste de forma más explícita. Feenstra apunta que se trata de algo esperable, "es el modelo que nos quedó grabado en su memoria y con el que nos sentimos familiarizados". Dado que la paternidad es un proceso que se aprende sobre la marcha, recurrimos a la experiencia a la hora de afrontar nuevas tareas. El psicólogo Miguel Ángel Ruiz González coincide en que se tienden a repetir los modelos educacionales de los padres, pero al mismo tiempo añade que "en ocasiones se da una reacción absolutamente inversa. Precisamente por haber sufrido a un padre agresivo, muchas personas nunca se han atrevido a poner la mano encima a sus hijos. Otro ejemplo sería el de quienes crecieron con padres ausentes, que luego han estado extraordinariamente presentes en la educación de sus hijos, llegando incluso a sobreprotegerles".
Stephan B. Poulter identifica en su ensayo Father Your Son lo que denomina el patrón de las tres generaciones, una estructura que pone en relación a padres, hijos y nietos a través de la repetición de comportamientos educativos. Dice Poulter que parte del legado más importante que trasladamos a nuestros retoños es la forma en que los hemos criado. La influencia enorme que los padres procuran no tiene tanto que ver con una determinista herencia genética como con un proceso de aprendizaje en una época tan crítica como es la infancia, cuando la identidad que procura la familia es un factor básico, lo que provoca que, generación tras generación, determinadas actuaciones acaben repitiéndose.
Sin embargo, esto no implica que haya que adoptar una visión fatalista ante la influencia que hemos recibido. Es importante entender que en este asunto no hay determinismo, que si tomamos consciencia de los errores no estamos abocados a repetirlos, que es en nuestra capacidad de poder decidir lo que queremos donde reside nuestro rol más importante como padres. Deberíamos plantearnos la paternidad más como un proceso de perfeccionamiento inacabable e intergeneracional que como el rechazo o sumisión absoluta a lo recibido. Transmitir una herencia educativa mejor que la que nos ha sido aportada es un gran triunfo, máxime si contribuimos a que nuestros descendientes continúen esta cadena de forma que posteriores generaciones puedan contar con una educación sentimental y afectiva más sólida que la que nosotros tuvimos.
Feenstra apunta que esa es una prueba de autosuperación. “Aunque no sea imposible, tampoco es fácil mejorar lo recibido. Y hemos de ser conscientes de que en esa tarea cometeremos errores que nuestros hijos se verán obligados a enmendar. Es la rueda de la vida". Miguel Ángel Ruiz coincide con esa perspectiva, señalando que "cuando los hijos crecen de forma sana, acabarán por reconocer y por perdonar las equivocaciones que cometieron sus padres. Esa, que es la mejor manera de madurar, es también la mejor forma para evitar que se repitan”.
El abuelo encantador
El adulto se enfrenta a un problema añadido dentro de esta irremisible transformación, ya que un proceso paralelo está teniendo lugar; mientras el tiempo le va acercando física y mentalmente a sus progenitores, éstos están convirtiéndose en figuras totalmente distintas de aquellas que conocieron en la infancia y juventud. En muchos casos, aquel hombre que se comportaba como un intransigente déspota pasa a convertirse en un tierno abuelo que consiente todos los caprichos. Debido a que la responsabilidad primera de la crianza no recae sobre él, puede abordar la relación con su nieto desde una perspectiva muy diferente a la que mantuvo con su hijo, algo que a éste no deja de resultarle llamativo (y en ocasiones incluso molesto). Pero estas situaciones deben ser percibidas también como escenarios de reconciliación con aquel padre al que en su día no conseguimos entender o al que veíamos como manifiestamente irracional por poner trabas a nuestra libertad. Cuando hemos de asumir obligaciones paternas, las tornas se giran y comenzamos a entender por qué se comportaban así y hasta qué punto aquellos límites eran necesarios. Según Feenstra, "convertirse en padres suele significar el comienzo de una nueva relación. Ahora los hijos entienden mejor lo que vivieron, ya que sienten en carne propia lo que es la preocupación, el miedo y la vulnerabilidad que implican la crianza, y gracias a ello, la vida de muchas familias se vuelve mucho más armoniosa. Además, ahora tienen algo en común: el amor al hijo, al nieto".
El escritor americano Mark Twain, en una de sus más celebres sentencias, resumía con su característico sentido del humor este proceso de relevo generacional al señalar que "cuando tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que no podía soportarlo. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años". Si nuestros retoños no nos parecen comprender, no temamos: llegará el día en que crezcan y que ellos mismos se conviertan en padres, y la rueda habrá dado una vuelta completa una vez más.
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