viernes, 14 de octubre de 2011

La felicidad la Tenemos que Trabajar cada uno

De todos es conocido, y por muchos padecido, algún episodio en el que un gran amor o una íntima y duradera amistad se convierten en enfrentamiento entre los mismos protagonistas. Como afirma la sabiduría popular, del amor al odio sólo hay un paso. El dicho corrobora la ley física de que todo vacío tiende a ser ocupado; donde antes había una pasión (amor), su hueco lo ocupa otra (odio). Basta darse una vuelta por los juzgados de familia para ver las peleas en las que derivan amores y convivencias pasadas.

Lo que no deja de sorprenderme es la agresividad verbal y hasta física que se da entre los antiguos amantes o leales amigos. Declaraciones de amor e intimidades utilizadas como arma arrojadiza, secretos que se había jurado llevar a la tumba desvelados sin ningún pudor, confesiones anunciadas en tablones públicos para divertimento de los adictos a las vidas de otros. Todo vale con tal de vengar que la otra persona no quiera continuar con la relación. El despechado suele empeñarse con gran virulencia en su ataque, demostrando que había algo enfermo o viciado en el origen de una relación que debería ser desinteresada por naturaleza. Profundas amistades que dejan de serlo por el cambio vital de uno de los antes inseparables se truecan en aireadas batallas campales.

Los clásicos que filosofaron sobre el tema de la amistad (Aristóteles la incluía entre las virtudes y decía que era “lo más necesario para la vida”, así como que “nadie querría vivir sin amigos, aún poseyendo todos los demás bienes”) ya nos advirtieron de que las amistades fundamentadas en el placer o el deseo y las cimentadas sobre la utilidad o el interés (motivos accidentales y pasajeros) no podían ser duraderas. En ellas, decía el filósofo de Estagira en su Ética a Nicómaco, uno ama no por cómo es el amigo, sino por lo que le es útil o placentero. La amistad perfecta o completa sería la de los hombres buenos e iguales en virtud, la motivada por el bien (móvil estable). Así, “los que quieren el bien de sus amigos por causa de éstos son los mejores amigos” y, añadía “es natural que tales amistades sean raras, porque pocos hombres existen así”.

No es de extrañar entonces, como nos alerta Cicerón en el diálogo Sobre la Amistad (De Amicitia) que: “El mayor desencuentro, y muchas veces justo, nace en el momento en el que se le pide a un amigo algo que no está bien, por ejemplo, colaborar en una pasión o ayudar en una injusticia. Si rehúsan, aunque sea correcto que lo hagan, son acusados de estar abandonando las reglas de la amistad por aquellos a los que no están dispuestos a plegarse; por su parte, los que se atreven a pedir cualquier cosa a un amigo, en su petición incluyen la promesa de que ellos harían absolutamente todo por el amigo. La queja de éstos no sólo suele acabar con amistades inveteradas, sino que también suele engendrar odios eternos.”

Nadie más que tú es responsable de tu felicidad

Esos rencores viscerales provocan que quienes tienen mucho que callar lancen insultos y diatribas que, cuando en la otra parte reina la inteligencia, reciben la callada por respuesta. Acabada la amistad, no hay nada más sabio que pasar a la indiferencia en lugar de transformarla en odio, pasión autodestructiva donde las haya pues uno no está peleando más que contra un espejo. Cuando uno ha buscado en la amistad una manera de cubrir sus carencias, sus necesidades o perseguido su propio interés, finalizado el afecto (e interpretándolo como abandono o traición) volverá a encontrar esa carencia. La lucha es por tanto contra uno mismo. Nadie, excepto nosotros mismos, puede hacernos felices, y si achacamos al otro el no habernos conducido hacia esa meta (que en el fondo es la demanda infantil que subyace en estas contiendas fratricidas), la pugna no tendrá fin, pues peleamos contra un fantasma.

Ciertamente, las dos partes resultan heridas cuando un vínculo íntimo se rompe. La parte que decida mostrar los trapos sucios en tenderetes prestados por quienes se alegran de los males ajenos (metáfora adulta de aquel ¡que se peguen, que se peguen! de patio de colegio), ganas tendrá de que su herida se mantenga abierta hasta pudrirse. Cuando la otra parte decide responder con el silencio y dejar que la herida cicatrice con el paso del tiempo, se enfrenta a preguntas como ¿hasta dónde aguantar?, ¿dónde está mi límite? Si uno opta por el virtuoso camino del respetuoso silencio, debe comprometerse con él hasta el final aún a sabiendas de que el agresor abusará de esta circunstancia. El hombre ético no se prueba a sí mismo cuando todo es paz y armonía sino en la adversidad.

No se trata de pensar en esta postura pasiva como superior a la agresora, de sentirme más que el otro. Se trata de mantenerme firme en el camino que he elegido pues se corresponde mejor con mi verdad, sin contar con que ello pueda reportarme algún beneficio. Así, no me quedo estancado, miro hacia delante y doy una nueva oportunidad a la vida para que se manifieste en forma de nuevas relaciones. Yo también creo, como el estagirita, que la amistad es necesaria para vivir, que esta virtud hace la vida más bella y más merecedora de ser vivida.

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