jueves, 23 de junio de 2011

Las Cosas que El Dinero no Puede Comprar

Cosas que el dinero no puede comprar
23 JUN 2011 07:37
La publicidad de una conocida tarjeta de crédito dice: “hay cosas que el dinero no puede comprar”. Siempre he pensado que es un eslogan un poco raro para una tarjeta de crédito, pero seguramente eso mismo lo convierte en un buen producto publicitario. Prueba de ello es que, además, recuerdo algunas propuesta de la lista de esta particular campaña: el reencuentro con los amigos, la sonrisa de tu hijo, la emoción de la victoria de tu equipo, entre otras.

Más allá de lo poético de la afirmación y de las cursis y emotivas propuestas comerciales, tengo mi propia lista de cosas que no se pueden comprar con dinero. La tengo porque creo que hay cosas que no pueden ser reguladas desde las relaciones mercantiles. Las reglas de la oferta y la demanda pueden aplicarse a determinados bienes y servicios que tenemos y producimos pensadas para el intercambio comercial, pero hay otras que no pueden encajar en este tipo de relaciones, incluso aunque se den condiciones de oferta y demanda en los términos clásicos de las teorías económicas.

Por ejemplo, no se pueden vender personas. Es evidente, dirán algunos pensando en la abolición de la esclavitud, pero lo cierto es que se dan los elementos para un floreciente mercado de compra - venta de bebés que, incluso, nos ha golpeado en los morros, en nuestro propio vecindario, recientemente. Hay personas que se prestan a comprar bebés, hay quienes intermedian en la operación y, seguramente, hay situaciones en las que hay quienes se prestan a vender niños y niñas. Aún así, ni se nos ocurre entrar a reconocer esta relación comercial.

No se pueden vender los derechos políticos. No puedo vender mi voto. Tal y como están las cosas, considerando la injerencia de los mercados en las decisiones políticas de los Estados, se podría argumentar que más nos valdría ponerle precio y venderlo al mejor postor. Al menos, de esta manera, repartiríamos algunos de los beneficios que el poder financiero obtiene secuestrando los compromisos de la política con la voluntad popular. Estoy segura que se generaría un floreciente mercado alimentado por las sospechas de clientelismo que ya caracterizan algunos procesos electorales, pero a pesar de todo, mejor será que no pongamos precio al sufragio.

No puedo vender mis derechos individuales. No puedo vender mi dignidad, mi libertad o mi integridad física. Ya sé que son intangibles y que hay quien argumenta que vendemos todas estas cosas cuando nos prestamos, por ejemplo, a trabajar por salarios irrisorios, pero no estoy de acuerdo. Nadie puede contratarme para humillarme, ni para que cometa un delito, aunque ya sabemos que no faltan candidaturas para poner precio a ambas cosas.

Para cerrar esta precipitada e incompleta lista de cosas que el dinero no debería poder comprar, apunto la libertad sexual. El sexo, entendido como el intercambio de relaciones sexuales consentidas entre personas adultas, no debería tener precio. Ya sé que lo tiene, pero aquello que sólo puede llevarse a cabo si concurre un consentimiento mutuo de cesión de intimidad, no debería ser objeto de compra-venta. Las reglas de la oferta y la demanda me parecen un condicionante intolerable en este ámbito y sin duda quiebran el contenido de la libertad sexual. Este argumento me parece suficiente, pero como nuevamente parece un intangible teórico, añado el hecho de que el supuesto mercado libre de la prostitución, alimenta uno de los delitos internacionales más sangrantes; la trata de personas, especialmente de mujeres y niñas, con fines de explotación sexual. Que se pueda comprar y vender alienta cosas tan absurdamente asquerosas como el turismo sexual.

Seguramente no podemos acabar de un día para otro con un mercado que, además, reconocemos en su esencia como tal. No en vano hablamos de la prostitución como el oficio más antiguo del mundo, ignorando que con esta afirmación nos remontamos a un tiempo en el que no había ni tan siquiera un reconocimiento explicito de los derechos de las personas ni, por supuesto, un respeto mínimo a la voluntad de las mujeres, que ha sido forzada para diferentes menesteres a lo largo de muchos siglos. Pero en esta ocasión no voy a recurrir a los argumentos sociales relacionados con la desigualdad y la discriminación de género, para defender que deberíamos ir desmontando los elementos que identifican a la prostitución como una venta de servicios como cualquier otro, porque no lo es.

En España no se castiga que el libre intercambio de sexo entre dos personas adultas se acompañe con el cobro de un precio, pero eso no lo convierte en una relación mercantil ni laboral al uso, porque lo que está en juego es la libertad sexual de quien presta el servicio, pero también la de toda la sociedad. El sexo se intercambia, se disfruta en el mejor de los casos, se regala o se comparte, pero no se vende. Tiene que ver con la autonomía y el libre desarrollo individual y no debería poderse comprar con dinero.

Esta sola reflexión debería ser suficiente para que se fueran desechando la oferta a través de la publicidad, que esconde en más de una ocasión prostitución forzada, las diferentes justificaciones sobre el consumo que sólo alientan la demanda y, desde luego, sobre el vergonzoso enriquecimiento de terceros intermediarios. Que haya gente dispuesta a comprar y que haya personas dispuestas a vender no puede ser una argumentación suficiente, porque hay cosas que el dinero no puede comprar, y ésta es una de ellas.

Podemos tener dudas porque, parafraseando a Melendi, por mucho que diga un rey que el dinero no da la felicidad, hace una sensación tan parecida, que no se logra diferenciar. Pero por mucho que se parezca, más nos vale pensar que hay cosas, como el sexo, que no se compran, y que el mercado, o los mercados, no son el mejor sitio para poner en valor lo que nos pertenece en esencia como personas.

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