Profesores optimistas
Los alumnos valoran un método de enseñanza dinámicoy práctico | El cuerpo docente se motiva gracias a la vocación por su trabajo | Los profesores aseguran que enseñar a aprender gratifica mucho
Vida | 30/04/2011 - 03:31h
Antonio Ortí
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Si hay un colectivo profesional en el que, a juzgar por los medios de comunicación, está instalado el pesimismo es el de la enseñanza. ¿Se pueden encontrar profesores optimistas? Haberlos, los hay. Y probablemente muchos más de los que pensamos
Portada del suplemento Estilos de vida del sábado 30 de abril de 2011
Hay quienes creen que pensar en positivo es estar ciego ante la realidad y que el pesimismo, en consecuencia, supone una posición intelectual superior. Planteado en estos términos, el mundo se divide en dos bandos: los que ven la botella medio llena y los que hace tiempo que dejaron de ver el recipiente o que, como Woody Allen, ven la botella medio llena, pero de veneno...
Ahora bien, si se trata de elegir, es mejor ser optimista. Es verdad que los pesimistas están mejor preparados para anticiparse a un eventual fracaso, pero darse por vencido nunca es una solución en sí misma. “Al final, ser optimista es casi la única estrategia para solventar cualquier dificultad y no caer en la autodestrucción. Cuando surge un problema y no se tiene la voluntad de solucionarlo, no tiene solución”, reflexiona Pablo Fernández Berrocal, catedrático de Psicología en la Universidad de Málaga y autor de Corazones inteligentes (ed. Kairós).
¿Asumen esta filosofía de vida los profesores? En principio, no hay ninguna otra profesión en la que se suscriba con tanto convencimiento la ley de Murphy en cualquiera de sus variantes: “Todo lo que va mal es susceptible de empeorar”. La duda es si, efectivamente, son mayoría los maestros que están desmotivados, descontentos, desbordados o cualquier otra palabra que empiece por des, o si también hay docentes optimistas, que se divierten con su trabajo y siguen teniendo proyectos e ilusiones.
Pilar Teruel se decanta por la segunda alternativa. Esta doctora en Psicología imparte clases en la facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza y se dedica a formar a futuros profesores. “Aunque la teoría es una cosa y la práctica otra –dice–, estoy bastante de acuerdo en que sin optimismo la tarea educativa perdería su sentido más hondo. Es imposible que pueda educar alguien que ha perdido la esperanza en sí mismo y en el ser humano con el que trabaja”.
Por este motivo, no sorprende su tono de voz juvenil y también que sus referentes sean personas que comparten su visión positiva de la enseñanza, como el conocido pedagogo londinense Guy Claxton, al que cita en dos ocasiones: “Hasta el agua tarda en ser digerida” y “sea lo que sea lo que se enseñe, al final se enseña la propia personalidad”. En opinión de Guy Claxton, “si los profesores no saben en qué consiste el aprendizaje y cómo se produce, tienen las mismas posibilidades de favorecerlo que de obstaculizarlo”, según puede leerse en su libro Vivir y aprender (Alianza Editorial).
Puede que algo de ello esté sucediendo en la actualidad, a tenor del creciente número de educadores que reconocen estar quemados y del alto porcentaje de alumnos que fracasan con sus estudios. Según un informe de la Comisión Europea, España es el tercer país de Europa con mayor tasa de abandono escolar. Asimismo, los estudiantes españoles son los terceros que más repiten curso en enseñanza obligatoria.
A partir de aquí, el camino se bifurca en dos senderos. El primero es el que parecen haber tomado muchos profesores que comenzaron siendo optimistas y que han acabado cayendo en la desidia y en una actitud casi funcionarial: llegan, dan clase y se marchan por donde han venido, sin dedicar a su trabajo ni un minuto más de lo estrictamente necesario.
El otro camino es el que han elegido los educadores que siguen creyendo que su trabajo es el mejor del mundo. De algún modo, su ejemplo recuerda al de aquella pequeña aldea gala que resistía siempre al invasor (en este caso, al pesimismo), sólo que, en lugar de recurrir a la poción mágica de Astérix, se inspiran en las enseñanzas de otros druidas menos conocidos, como, por ejemplo, Rafael Bisquerra, catedrático de Orientación Psicopedagógica de la Universitat de Barcelona.
“Me pregunta usted por dónde le aconsejaría empezar a alguien que quisiera instalarse en el optimismo pedagógico. En primer lugar intentaría que esa persona tomase conciencia de que la profesión de educador es una de las más dignas y honrosas que puede haber, ya que implica trabajar por un mundo mejor y también para que los propios alumnos puedan construir su propio bienestar y felicidad”, declara el autor de Educación emocional y bienestar (ed. CissPraxis).
“En realidad –prosigue–, motivos para adoptar una actitud negativa siempre van a sobrar. Pero eso es lo fácil. Lo que tiene valor y en algunos casos puede llegar a ser heroico es adoptar una actitud positiva, a pesar de todo”, indica tras alertar de la necesidad de desarrollar competencias emocionales de cara a no perder el entusiasmo y la entrega que exige una actividad como la docencia.
Llega el momento, pues, de presentar a algunas heroínas y héroes anónimos. Por ejemplo, a Luisa García-Casarrubios, una valenciana de 38 años que imparte clases en el IES Beatriu Civera del barrio del Cristo, en Aldaya, una localidad a ocho kilómetros de Valencia.
A juicio de los profesores que la conocen, Luisa podría ser el prototipo de profesora optimista. “Lo primero para serlo es que te encante tu trabajo. Quienes eligen la docencia por el sueldo, la seguridad y las vacaciones comenten un error garrafal, ya que son demasiadas horas como para trabajar en algo que no te gusta. Al final, acabas amargándote y amargando a quienes te rodean”, manifiesta García-Casarrubios, dando a entender la necesidad de confrontar la vocación con el espejo. Luego, Luisa explica que la enseñanza secundaria viene a ser algo así como la prueba del algodón. De un lado, los adolescentes necesitan enfrentarse a los adultos para reafirmar su personalidad. Por si fuera poco, muchos de ellos están en plena explosión hormonal, por lo que sus referentes no son Luis Vives o Francisco Ferrer Guardia, sino Lady Gaga, Justin Bieber y otros intelectuales parecidos. Finalmente, las chicas y chicos que tienen entre 14 y 18 años se sienten prisioneros o rehenes de la enseñanza obligatoria.
Una vez aclarado que “no hay peor error que tomarse como algo personal las quejas de un adolescente”, Luisa detalla la necesidad de sobreponerse a las dificultades que se presentan a cada minuto, especialmente cuando se trabaja con alumnos que están más pendientes de su perfil en Facebook que de lo que se explica en la pizarra.
“A mí me funciona tratarles con cariño y permitir que se expresen. Eso significa interesarte por cómo se lo han pasado en Fallas, hacerles alguna pregunta si no hacen buena cara y saludarles cuando los ves por la calle. El problema es cuando un profesor encuentra odiosos a sus alumnos”, avisa, tras insinuar que, de igual modo que el optimismo se contagia, con el pesimismo ocurre algo parecido.
Si se trata de eso, Cristina Hernández es una profesora tremendamente positiva, tanto como para que hayan sido algunos de los críos que la han tenido de maestra (“es la mejor”, dice una niña de 12 años expresando el sentir del resto), quienes hayan sugerido la conveniencia de hablar con ella. Algunos de sus alumnos de primaria están jugando ahora mismo un apasionante partido de fútbol en la plaza Sant Felip Neri de Barcelona.
Después de subir unas cuantas escaleras, se llega al aula donde imparte clase. En cada pupitre hay un mapa de Japón y una serie de círculos concéntricos que parecen reproducir el terremoto del pasado 11 de marzo. “Es importante aprender desde la emoción compartida. En clase tenemos un niño de Japón, así que hemos aprovechado para situar a su país en el mapa. Me sigo emocionando cada día al descubrir lo que supone para los niños aprender”, confiesa, mientras se escucha un golpe tremendo en la puerta. Lo lógico sería pensar que se trata de un bisonte o cualquier otro animal en estado salvaje, aunque sin descartar la posibilidad de que sean varios niños pequeños extraordinariamente alegres por el hecho de que el reloj marque las 13 horas y acaben de finalizar las clases matinales.
“Es difícil animar a un maestro desmotivado. Tal vez se le podría decir que se fijara en los pequeños cambios positivos que trae el día a día. Pero lo que está claro es que un profesor desencantado no puede dedicarse a la enseñanza. Tengo dos hijos de 14 y 18 años y sé por ellos que los adolescentes odian las asignaturas que imparten los profesores apáticos”, advierte, tras citar algunas palabras que pueden utilizarse como conjuro para no toparse contra el muro de las lamentaciones: “Flexibilidad”, “curiosidad”, “sentido del humor”, “proximidad” y “vocación”.
Si se trata de conocer bien a los animales, Sergio Calsamiglia, profesor de Producción Animal en la facultad de Veterinaria de la Universidad Autónoma de Barcelona, es la persona indicada. Algunos de quienes lo han citado como ejemplo de profesor optimista hacen extensible esa cualidad a otros miembros de su familia, en línea con lo que sugieren algunos estudios que cifran hasta en un 50% la importancia de la genética. Sin embargo, y aunque algunas investigaciones realizadas con gemelos concluyen que heredamos hasta el 50% del bagaje emocional (los ganadores de la lotería, por ejemplo, vuelven con el tiempo a su nivel previo de felicidad), hay una buena noticia: se puede aprender a ser optimista.
“En mi opinión, ser optimista es una actitud frente a la vida. Por lo que concierne a la educación, entiendo que significa tener inquietud, aprovechar los medios con los que se cuente, sean los que sean, motivar a los alumnos y conseguir que aprendan, que no es lo mismo que enseñar”, reflexiona Sergio Calsamiglia, tras reformular una famosa frase de John F. Kennedy: “No te preguntes por lo que el sistema educativo puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer para que tus alumnos aprendan mejor”. “La mayoría de las veces –prosigue–, el factor limitante es uno mismo. Existe cierta costumbre de enseñar recetas y fórmulas encorsetadas, cuando, en mi opinión, la clave para involucrar a los alumnos no es tanto dar una clase magistral, sino potenciar su análisis crítico y animarles a que tomen decisiones”, aprecia Calsamiglia.
Aunque no se ha dicho todavía, otra de las grandes cuestiones es si los profesores deben enseñar únicamente la materia para la que se les contrata o también han de impartir una serie de valores que, en principio, corresponderían a los padres. En esta categoría entrarían desde niños de siete años que se quedan dormidos en clase, porque sus progenitores les permiten quedarse hasta las tantas de la noche viendo la televisión, hasta adolescentes que fuman.
Rosa Mota tiene muy clara la respuesta: se ha de educar para la vida. Esta mujer de 60 años imparte clases de francés a inmigrantes y personas mayores en la Universidad Popular de Valencia, más concretamente en el céntrico barrio de Ruzafa.
Entre sus alumnos se cuentan musulmanes, sudamericanos y rusos, “personas sumamente agradecidas”, indica, que aprenden allí también a leer y escribir, así como una serie de valores universales: el respeto a la diversidad, la igualdad de sexo, etcétera. “Nuestra clase es la vida”, señala muy gráficamente Rosa, antes de advertir que “el temario escolar nunca puede estar por encima de la persona”.
En ese sentido, los profesores optimistas son en la Universidad Popular de Valencia una inmensa mayoría, pese a contar con menos recursos y cobrar mucho menos que el resto del profesorado. Tal vez haber abrazado el principio fundacional de su profesión, esto es, hacer todo lo que está en sus manos para que sus alumnos se labren un futuro y sean felices, sirva para explicar la alegría que, cada vez que están con sus alumnos, dicen sentir Rosa y otra profesora llamada Lola, que la acompaña en la entrevista.
En cuanto a Vicente Pardo, es profesor de Formación Profesional en el IES Joan Fuster de Sueca (una localidad a orillas del lago de la Albufera situada a 32 km de Valencia), donde imparte varias asignaturas relacionadas con el montaje y mantenimiento de sistemas automáticos. A diferencia del resto de entrevistados, la vocación de Pardo no era ser educador (tiene el título de ingeniero, a la vez que el de historiador), aunque trasmite la sensación de compartir el mismo código genético que los profesores optimistas. Su primer comentario es que a muchos profesores les vendría bien conocer otro mundo distinto al que están acostumbrados. “La mayoría de los profesores de Formación Profesional procedemos de la empresa privada y lo llevamos mejor. Muchos educadores creen que trabajan más que los camioneros y cobran menos que los basureros. Pero es una percepción irreal”, indica Pardo, que con anterioridad trabajaba en un laboratorio químico.
“Soy consciente de que no es lo mismo enseñar a personas que han elegido lo que quieren estudiar, como sucede en la FP o en la universidad, que tratar con adolescentes que se sienten prisioneros, como ocurre en la enseñanza secundaria. Pero, al final, sólo hay un camino: intentar disfrutar con el trabajo e implicar a los alumnos en lo que enseñas. Si lo consigues, esta profesión es una maravilla”, declara.
Pablo Fernández Berrocal, catedrático de la Universidad de Málaga, se encarga de poner el punto final al reportaje: “Los seres humanos –dice–, somos optimistas no como un lujo, sino porque la propia evolución nos ha aconsejado tomar ese camino. En este sentido, ser optimista es una necesidad vital, tanto para manejarse en la vida como en cualquier profesión”.
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