Que lo peor de la crisis económica, de su particularización en España, no había pasado lo acaba de recordar la encuesta de población activa (EPA) correspondiente al primer trimestre del año. 4.910.200 personas no tienen empleo, lo que supone un 21,29% de la población activa. El número de parados aumenta en 213.500 y la ocupación cae en 256.500 personas.
El paro se asoma a los cinco millones
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Dos elementos añaden severidad a esas cifras alarmantes. Una parte muy significativa de los jóvenes españoles siguen desempleados y más de dos millones de personas sufren el paro de larga duración. A la erosión de la calidad del capital humano que eso significa, se añade el no menos inquietante deterioro de la confianza de los ciudadanos; no solo de los que no tienen empleo. Hacen bien en asumir que no hay condiciones de mejora inmediata.
Las perspectivas no son favorables. Es probable que el paro deje de crecer, pero también es improbable que inicie una rápida e intensa caída. Su mantenimiento en niveles elevados, junto a un número creciente de familias en las que nadie trabaja (más de 1,3 millones) o la expiración del subsidio de desempleo son elementos que seguirán influyendo en las decisiones de gasto y en las expectativas empresariales. Es conveniente recordar que la creación neta de empleo en la economía española requiere tasas de crecimiento del PIB en torno al 2%. Con la información disponible se sabe que esos ritmos están todavía lejos.
El mercado de trabajo es un fiel reflejo, en primer lugar, de la debilidad de la actividad económica. El colapso de la construcción y su impacto en sectores con la demanda derivada de aquel, dominante durante más de una década, es responsable del mayor contingente de parados. Ese excepcional desempleo es también tributario de la muy pronunciada y prolongada contracción en el crédito al sector privado, en especial a las pequeñas y medianas empresas, principales responsables de la creación de empleo.
Considerar que la causa única o fundamental del enorme desempleo español (que duplica la media europea) es una organización del mercado de trabajo mucho más rígida que la de nuestros socios es una presunción que no dispone de respaldo empírico suficiente. La flexibilidad del despido o la de la fijación de salarios, por citar dos aspectos básicos de esas normas, no son mucho mayores en las economías europeas más avanzadas que en España. Sin ir muy lejos, el País Vasco, por ejemplo, dispone de una regulación laboral no muy distinta a la del conjunto de España, pero su tasa de paro es la mitad de la media. La explicación de las diferencias hay que localizarlas en lo que las empresas producen, cómo lo hacen y cómo compiten en los mercados. Y, no menos importante, en la calidad de la propia gestión empresarial y la de la formación profesional de los que trabajan.
La mayoría de las empresas saludarían un mercado de trabajo menos y mejor regulado. Pero constituye un error, generador de falsas esperanzas, hacer de su desregulación el elemento central de la recuperación del empleo y un fundamento de la modernización de la economía española. Tampoco van a ser la panacea las medidas encaminadas a aflorar la actividad económica sumergida que acaba de aprobar el Gobierno.
Lo que se necesita es inversión que facilite la transición a sectores menos vulnerables y permita el nacimiento de más empresas de las que desaparecen. Para ello ha de haber crédito. Aprovechar la demanda exterior exige, entre otras cosas, una mínima capacidad de financiación de la que no dispone hoy la empresa media española. Sin ello no habrá crecimiento. Y sin crecimiento no se genera empleo y es difícil pagar las deudas.
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