sábado, 9 de octubre de 2010

Valora la vida Espiritual

“Jesús tomó la palabra y dijo: ‘¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?’. Y le dijo: ‘¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado’". (Lc 17, 11-19).


Jesús quiere curarnos del peor de los males, que es el pecado. El pecado se manifiesta de muchas formas, aunque todas ellas se resumen en una: ofensa a Dios y al prójimo. Se peca porque no se ama y al no amar se peca. Pero si buscáramos las raíces del pecado, veríamos que hay una que se presenta siempre: la ingratitud. Una ingratitud que está ligada de forma ineludible a la soberbia, pues somos tanto más desagradecidos cuanto más importantes nos creemos y, por lo tanto, cuanto más estamos convencidos de que merecemos que nos lo den todo y que, cuando lo hacen, están limitándose a cumplir su obligación. La persona que es consciente de su realidad, de sus cualidades y defectos, y, por lo tanto, es consciente de lo mucho que le debe a Dios, aunque peque, vuelve lo antes posible a reanudar las relaciones rotas con el Señor. En cambio, el que no siente gratitud hacia Dios, el que no es consciente de lo mucho que ha recibido, cuando se aleja del Señor ni siquiera siente remordimientos y por eso no anhela volver a la casa del Padre. Si adquirimos gratitud, estaremos en mejores condiciones para no separarnos de Cristo. Y si lo hacemos, estaremos deseando volver a reconciliarnos con Él cuanto antes, en caso de que nos hayamos ido de su lado. Podemos afirmar, desde esta perspectiva, que la gratitud nos salva, porque al agradecer no pecamos o, si pecamos, enseguida pedimos perdón al Señor y le prometemos que vamos a estar a su lado, más llenos de gratitud si cabe, porque ha tenido misericordia de nosotros y no nos ha tratado como merecen nuestros pecados.

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