sábado, 9 de octubre de 2010

Yo he venido para que tengán vida y la tengán en abundancia

“Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10)2ª MeditaciónEn todas las lenguas existen varios términos para expresar lo que el hombre no quiere perder bajo ningún concepto, lo que constituye su aspiración, su deseo, su esperanza; pero ninguna otra palabra como el término “vida” logra resumir en todas ellas de forma tan completa las mayores aspiraciones del ser humano. “Vida” indica la suma de los bienes deseados y al mismo tiempo aquello que los hace posibles, accesibles, duraderos.¿Acaso la historia del hombre no está marcada por una fatigosa y dramática búsqueda de algo o alguien que sea capaz de liberarlo de la muerte y de asegurarle la vida?La existencia humana conoce momentos de crisis y de cansancio, de desilusión y de oscuridad. Se trata de una experiencia de insatisfacción que se refleja bien en tanta literatura y en tanto cine de nuestros días. A la luz de un esfuerzo tan grande es fácil comprender la particular dificultad de los adolescentes y de los jóvenes que se dirigen, con el corazón encogido, hacia ese conjunto de promesas fascinantes y de oscuras incógnitas que presenta la vida.Jesús ha venido para dar la respuesta definitiva al deseo de vida y de infinito que el Padre celeste, creándonos, ha inscrito en nuestro ser. En la culminación de la revelación, el Verbo encarnado proclama: “Yo soy la vida” (Jn 14, 6), y también: “Yo he venido para que tengan vida” (Jn 10, 10). ¿Pero qué vida? La intención de Jesús es clara: la misma vida de Dios, que está por encima de todas las aspiraciones que pueden nacer en el corazón humano (cf. 1 Co 2, 9). Efectivamente, por la gracia del bautismo, nosotros ya somos hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1-2).Jesús ha salido al encuentro de los hombres, ha curado a enfermos y a los que sufren, ha liberado a endemoniados y resucitado a muertos. Se ha entregado a sí mismo en la cruz y ha resucitado, manifestándose de esta forma como el Señor de la vida: autor y fuente de la vida inmortal.La experiencia cotidiana nos enseña que la vida está marcada por el pecado y amenazada por la muerte, a pesar de la sed de bondad que late en nuestro corazón y del deseo de vida que recorre nuestros miembros. Por poco que estemos atentos a nosotros mismos y a las situaciones que la existencia nos presenta, descubrimos que todo dentro de nosotros nos empuja más allá de nosotros mismos, todo nos invita a superar la tentación de la superficialidad o de la desesperación. Es entonces cuando el ser humano está llamado a hacerse discípulo de aquel Otro que lo transciende infinitamente, para entrar finalmente en la vida eterna.Existen falsos profetas y falsos maestros de vida. Hay maestros que enseñan a salir del cuerpo, del tiempo y del espacio para poder entrar en la “vida verdadera”. Estos condenan la creación y, en nombre de un falso espiritualismo, conducen a miles de jóvenes por caminos de una liberación imposible, que al final los deja más solos, víctimas del propio engaño y del propio mal.Aparentemente en el polo opuesto, los maestros del “carpe diem” invitan a seguir toda inclinación o apetencia instintiva, con el resultado de hacer caer al individuo en una angustia llena de inquietud, acompañada de peligrosas evasiones hacia falaces paraísos artificiales, como el de la droga.También hay maestros que sitúan el sentido de la vida exclusivamente en el éxito, en el deseo de riquezas, en el desarrollo de las capacidades personales, sin tener en cuenta la existencia de los otros ni el respeto por los valores, ni siquiera por el valor fundamental de la vida.Estos y otros tipos de falsos maestros de vida, numerosos también en el mundo contemporáneo, proponen objetivos que no sólo no sacian, sino que agudizan y aumentan la sed que arde en el alma del hombre.¿Quién podrá por tanto medir y colmar sus deseos?¿Quién, sino Aquel que, siendo el autor de la vida, puede saciar el deseo que él mismo ha puesto dentro de su corazón? Él se acerca a cada uno para proponerle el anuncio de una esperanza que no engaña; él, que es al mismo tiempo el camino y la vida: el camino para entrar en la vida.Nosotros solos no sabremos realizar aquello para lo que hemos sido creados. En nosotros hay una promesa, pero nos descubrimos impotentes para realizarla. Sin embargo el Hijo de Dios, que vino entre los hombres, dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Según una sugestiva expresión de san Agustín, Cristo “ha querido crear un lugar donde cada hombre pueda encontrar la vida verdadera”. Este “lugar” es su Cuerpo y su Espíritu, en el que toda la realidad humana, redimida y perdonada, se renueva y diviniza.Efectivamente, la vida de cada uno de nosotros ha sido pensada antes de la creación del mundo, y con razón podemos repetir con el salmista: “Señor, tú me sondeas y me conoces… tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno” (Sal 139).Esta vida, que estaba en Dios desde el principio (cf. Jn 1, 4), es vida que se dona, que nada retiene para sí y que, sin cansarse, libremente se comunica. Es luz, “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Es Dios, que vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14) para indicarnos el camino de la inmortalidad propia de los hijos de Dios y para hacerlo accesible.En el misterio de su cruz y de su resurrección, Cristo ha destruido la muerte y el pecado, ha abolido la distancia infinita que existía entre cada hombre y la vida nueva en él. “Yo soy la resurrección y la vida -proclama-; quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25). Cristo realiza todo esto donando su Espíritu, dador de vida, en los sacramentos; particularmente en el bautismo, sacramento que hace de la existencia recibida de los padres, frágil y destinada a la muerte, un camino hacia la eternidad; en el sacramento de la penitencia que renueva continuamente la vida divina gracias al perdón de los pecados; en
la Eucaristía “pan de vida” (cf. Jn 6, 35), que alimenta a los “vivos” y hace firmes sus pasos en la peregrinación terrena, hasta poder llegar a decir con el apóstol san Pablo: “Yo vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).La vida nueva, don del Señor resucitado, se irradia después a todos los ámbitos de la experiencia humana: en la familia, en la escuela, en el trabajo, en las actividades de todos los días y en el tiempo libre. La vida nueva comienza a florecer aquí y ahora. Signo de su presencia y de su crecimiento es la caridad: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida -afirma san Juan- porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3, 14) con un amor de obra y en verdad. La vida florece en el don de sí a los otros, según la vocación de cada uno: en el sacerdocio ministerial, en la virginidad consagrada, en el matrimonio, de modo que todos puedan, con actitud solidaria, compartir los dones recibidos, sobre todo con los pobres y los necesitados.Aquel que “nazca de lo alto” será capaz de “ver el reino de Dios” (cf. Jn 3, 3) y de comprometerse en la construcción de estructuras sociales más dignas del hombre y de cada hombre, en la promoción y defensa de la c ultura de la vida contra cualquier amenaza de muerte.¿Cómo y dónde podemos encontrar esta vida, cómo y dónde podremos vivirla?La respuesta la podéis encontrar vosotros mismos, si tratáis de permanecer fielmente en el amor de Cristo (cf. Jn 15, 9). Vosotros podréis experimentar directamente la verdad de su palabra: “Yo soy… la vida” (Jn 14, 6), y podréis llevar a todos este gozoso anuncio de esperanza. Queridos jóvenes, con espíritu de gratuidad, sentíos directamente implicados en la tarea de la nueva evangelización, que compromete a todos. Anunciad a Cristo que “murió por todos a fin de que los que viven no vivan ya para ellos sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).

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