viernes, 20 de mayo de 2011

Grandes Engaños Cerebrales

Pequeños engaños cerebrales

“No me conoces bien. No tienes ni idea de cómo soy”, y se quedaban tan frescas; en ocasiones, tan frescos. Las generaciones precedentes habían rebuscado sin cesar en el interior de sí mismas cómo eran; resultaban búsquedas infructuosas, porque no se sabía aun que casi todas las decisiones tomadas en la vida son inconscientes o intuitivas.

Hoy hemos descubierto que cuando una persona decide irse a la cama con alguien, viajar o cambiar de trabajo su cerebro lo ha decidido diez segundos antes de la decisión que él cree haber tomado. No es extraño que planeen muchas dudas sobre la naturaleza y el momento del pensamiento racional.

Tienen razón las personas convencidas de que los demás no tienen ni idea de quiénes son. Ellas o ellos, tampoco. En las discotecas los adolescentes, en cambio, cuando se podía fumar todavía, se dirigían a la persona del sexo opuesto que les gustaba, con el cigarrillo en la mano, interpelándola así: “¿Quieres rollo?”. No se habían visto nunca, pero se conocían de sobra. Se fijaban en el nivel de fluctuaciones asimétricas y en su lenguaje corporal; la ciencia ha comprobado muchos años después que, efectivamente, la salud física constituye un elemento básico de la salud mental.

Cuanto más pequeña era la gente de mi generación, más dioptrías tenía, más rictus de persona ausente y despistada mostraba, más cantado estaba, entonces, que era mucho más inteligente que la modelo apuesta o el joven fornido. Pues bien, la fisiología moderna y la psiquiatría sugieren exactamente lo contrario: la salud física es el primer requisito y a menudo indispensable de una buena salud mental.

Una espléndida Luna llena se erige tras el horizonte (imagen: usuario de Flickr).

Todo eso para recordar que el cerebro, además de no querernos atormentar, se equivoca, a menudo, haciéndonos creer lo opuesto de lo que luego resulta ser. Sin salirnos del ámbito de la salud, recordemos que durante generaciones la anchura de las caderas era un signo de fecundidad; ahora se sabe que ese índice depende de la anchura de la pelvis y la intensidad de las contracciones durante el parto.

El valor de las apariencias

Estoy en el AVE recién salido de Barcelona hacia Madrid y la Luna llena tiene un tamaño netamente superior al habitual; quiero decir mayor que cuando está situada en la vertical del firmamento. El cerebro nos engaña para que no nos hagamos preguntas innecesarias ni demos pábulo a la ansiedad: cuando la Luna está cerca del horizonte con una montaña al fondo, se está moviendo en un entorno familiar para el observador y no conviene que aparente un tamaño demasiado distinto.

Cuando está en medio del firmamento a lo lejos, no importa que denote un tamaño más pequeño; lo más similar a ella son pequeñas estrellas que tiene al lado. La Luna sigue teniendo las mismas dimensiones que tenía, pero aparenta ser netamente más pequeña para que estemos tranquilos.

Si el cerebro nos engaña sobre el tamaño de algo tan lejano como la Luna, imaginemos las barrabasadas que debe hacer para que estemos tranquilos sobre cómo somos por dentro. Millones de personas se han torturado a sí mismas o torturado a los demás a lo largo de la evolución preguntándose: “¿Se han fiado de mí?”, “¿doy la impresión adecuada de lo que yo debiera ser o se trasluce cómo soy en realidad?”, “¿cómo debo actuar para dar la impresión de que mis decisiones son racionales?”, “¿es mejor postergar el placer en esta ocasión para que mi interlocutor no crea que tiene una presa fácil?”.

Todo el mundo cree que se conoce tan bien a sí mismo que puede comportarse con relativa facilidad como si, efectivamente, se conociera a sí mismo. Nada más lejos de la realidad.

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