martes, 3 de mayo de 2011

Derecho a Conocer El Valor del NO

Derecho a ser escuchados - Derecho a conocer que hay unos límites Derecho a conocer el valor del "no" Los niños y las niñas tienen necesidad de oír la palabra no. Es una palabra muy fácil de pronunciar. Sólo hay que dejar que el aire salga por la nariz, colocar la lengua de la misma manera que cuando decimos: nariz, nonas, nabo, noticia y Nabucodonosor. Después hay que situar los labios en forma de verdad nada más. Ante las muchas demandas que nos hacen tenemos que aprender a decir no. No siempre, claro. Sólo cuando es conveniente. Ya sabemos que alguien nos preguntará cuando es conveniente decir no. La respuesta, no la tenemos nosotros; cada uno debe encontrar la suya. Lo único que podemos decir es que la intuición siempre ayuda a orientarse, y que conviene tener una buena dosis de sentido común a la hora de tomar decisiones. Los adultos que lo tengan peludo para seguir esta recomendación hay que ensayen frente al espejo después o antes-no importa-de lavarse los dientes. Más adelante deben saber ponerlo en práctica. Si alguien tiene muchas dificultades para hacer este ejercicio que se imponga algún ritmo. Quizás uno no cada semana, y así, ir avanzando hasta llegar a hacer esta palabra tan conocida como su opuesta, el sí. Derecho a mirar la tele un ratito, ya mirarla acompañados Parece que la televisión se ha convertido en una reencarnación de en Banyeta. Vivimos en una sociedad que ha quebrado las formas tradicionales de representar el mal, que ha banalizado todos los personajes-grandes personajes-que cargaban a sus espaldas los símbolos de las fuerzas maléficas. Los niños y las niñas, ya no les asustan los dragones, ni el hombre del saco, ni los vampiros. No hay hombres-lobo-ni un veinte y cinco-por ciento de mujeres-lobo-que hagan temblar ninguna barbilla. Quizá porque los colmillos no se pueden enseñar las noches de luna llena, sencillamente porque en las ciudades ya no es tan llena. Ni los fantasmas cargados de cadenas y con aquellos aullidos tan lastimosos hacen estremecer el vello de la ternura infantil. Si algún fantasma legendario rondara con su sábana las criaturas, pondríamos la mano en el fuego que no le levantarían los bordes para ver si tienen piernas? Cuando todos estos personajes duermen en el desván donde descansa todo lo que abandonamos con bolas de naftalina y que representa un pasado de anteayer, la televisión-y los juegos de ordenador-se alzan-niño como nuevas ideas del mal. Si un adolescente hace una imprudencia, siempre encontraremos un referente televisivo. Si una chica adelgaza hasta poner en peligro su vida, siempre tendremos alguna modelo televisiva para sobre ello cu able. Las causas de estas conductas tan trágicas, que nos dejan desconcertados como si hubiéramos recibido un mazazo en medio del cerebro, son muy diversas y de una gran complejidad, pero a menudo suelen cargar los barquilleros en la televisión. La televisión puede presentarnos espectáculos lastimosos-de hecho lo hace demasiado a menudo-, junto a programas que muestran un alto grado de sensibilidad id'intel • inteligencia. Lo que tenemos que hacer es saber optar y, sobre todo, enseñar a optar. Los niños y las niñas tienen derecho a ver la televisión porque este invento, como todos los que han salido del magín de los seres humanos, tiene su cara amable y su rostro oscuro. Este derecho, pero, pide compañía, para que el diálogo que el niño establece con el adulto con quien comparte el espectáculo sacará lecciones que le ayudará a conocer, a saber, a vivir, a convivir ya amar. El mal amenaza cuando el televisor se convierte en una nueva niñera, en una nueva metáfora de la soledad. Tienen derecho también que se les enseñe a hacer una acción muy sencilla: apagar el televisor. Parece que los adultos hemos olvidado esta operación y cuando la imponemos lo hacemos después de una agria discusión. Quizás nos falta un entrenamiento. Es muy sencillo: sólo hay que repetir la acción que hemos hecho un rato antes, cuando lo hemos encendido. Podemos hacerlo con el mismo dedo. O más bien aún, podemos cambiar de dedo para ir ejercitando todos estos finales de las manos que nos han ayudado a apartarnos de las cavernas. Derecho a no saber nadar, ni inglés, ni música, ni ballet, ni baloncesto, ni Karate, ni ... antes del cuatro años, por ejemplo Las criaturas tienen derecho a no tener una agenda de primer ministro. Tienen derecho a tener una vida relajada, sin imposiciones que sacrifican el presente altar de un futuro que los adultos intentamos imaginar y que olvida que la vida suele ser una gran sorpresa. Está claro que deben saber inglés y deben aprender a nadar, sobre todo si quieren ser vigilantes de la playa o buscadores de aquellos tesoro que el mar esconde. Claro que deben disfrutar de la música y aún mejor si pueden aprender a tocar un instrumento, porque tener capacidad de emitir mensajes siempre tiene más riqueza que ser sólo receptor (es bueno todo el día de Navidad, cuando la hora los turrones pueden sorprender la familia con alguna pieza de música clásica o tradicional). Claro que es bueno que sean ágiles y armoniosos para poder soportar el peso de su cuerpo encima de las puntillas de los dedos de los pies. Y es claro que para alguien puede ser interesante conocer los secretos del karate ..., Pero para todo hay un tiempo, como nos dice la Biblia. Para todo hay un tiempo y este tiempo debe responder al sentido de la medida, y este es justamente el sentido de que falta. Cuando vamos huérfanos de esta medida es cuando permitimos que las agendas de los niños y las niñas estén llenas de actividades que les roban su tiempo, el tiempo en el que deben desarrollar sus necesidades más profundas. No podemos olvidar que los niños y las niñas necesitan jugar como necesitan el pan que comen, porque con el juego tienen la posibilidad de organizar el mundo, de imaginarlo, de recrearlo, de estructurarlo y desestructurar- lo. Necesitan jugar, necesitan el cuento antes de acostarse, necesitan la mano del adulto cuando tienen que cruzar una calle y necesitan un par de orejas dispuestas a escuchar sus relatos. Ya sabemos que los adultos vamos más bien escasos de tiempo, por eso no puede ser excusa cuando hablamos de educación. Ellos y ellas son nuestro tiempo. Derecho a aburrirse Los niños y las niñas necesitan bostezar para cu a del aburrimiento. Nos horroriza ver un niño o una niña sin hacer nada. Cuando tropezamos con un niño o una niña que bosteza nos abre el abismo ante los pies, perdemos el norte y acabamos buscando actividades en las páginas amarillas de Telefónica. Nos enorgullece poder abrir un abanico de actividades que llenan el aburrimiento de la criatura, como si fuéramos vendedores de enciclopedias que han aprendido cuatro técnicas de marketing en un fin de semana. Nos horroriza que un niño o una niña abra. Hemos olvidado que despistarse es dejar el pensamiento entre dos aguas, en una especie de terreno de nadie. Distraerse es construir lentamente, muy lentamente. Es dejar que el espíritu se vacíe. Debemos tener presente que para llenar necesario haber vaciado antes. El aburrimiento es una de las madres de la creación. El aburrimiento es la parada que hacemos para recuperar el aire. Es el paso que damos hacia atrás para coger impulso para ir avanzando. Nos atrevemos a afirmar-y no tenemos ningún estudio que nos avale-que el aburrimiento está detrás de todas las obras que los seres humanos han creado para ser contempladas por los demás. Newton y Einstein se debían aburrir antes de formular sus principios. Proust y Vinyoli debían pasar tardes distraído antes de convertirse aquel aburrimiento en lenguaje. Derecho a saber que es la tristeza La vida, por suerte de todos, no es un parque temático. Hay muchas situaciones que nos ablandan, desde la muerte de personas queridas hasta muchas de las situaciones en que la dignidad humana queda por debajo de los límites. La tristeza es un sentimiento tan necesario como la alegría, porque nos da la medida de nuestra condición humana. Aburrirse es aburrirse y estar triste es otra cosa. Los niños y las niñas tienen el derecho a saber que hay vivencias tristes que también nos enseñan a vivir, como también tienen el derecho a saber cómo reaccionamos nosotros, los adultos, que enes invade la tristeza. Quizá hay que añadir que de vez en cuando conviene llorar, tanto a las niñas, como a los niños. Derecho a caminar por el súper sin dar mamporros con el carrito a la gente mayor. Los niños y las niñas tienen derecho a saber que las otras personas tienen piernas, sobre todo la gente mayor, que las tienen cansadas y con varices dolorosas. A menudo los niños se cruzan fitipaldis de súper y empujan el carro contra todo lo que encuentran delante de él. Los adultos decimos aquello de "mira que harás daño", pero ellos no quieren dejar el carrito adulto les dice aquello tan ridículo de "la madre o el padre no te amará", o lo otro de "te daré una seta que parecerá un trueno ", o aún lo de:" mira, te compraré un chicle, el caramelo y la bolsita de porquerías ". Resultado: ellos salen del súper con las manos llenas de regalitos dulces y la gente mayor tiene que pasar por la farmacia para comprar una pomadeta para los golpes. De este derecho, cuelga otro: el derecho a no tener el caramelo después de un buen marraneig. Si vemos que no sabremos resistirnos a su demanda, más vale que no castiguemos al público con gritos o espectáculos que no hacen otra cosa que mostrar nuestra impotencia. Derecho a tener unos adultos al lado que no tiren las colillas del cenicero del coche en medio de la calle Los niños y las niñas tienen derecho a tener unos adultos que prediquen con el ejemplo. Los valores para vivir y convivir se muestran a través de la coherencia entre los valores que deseamos y nuestra práctica cotidiana. No hacen falta discursos encendidos, ni declaraciones solemnes. Sólo un poquito de coherencia y de fidelidad con lo que creemos. Derecho a ser escuchados Los niños y las niñas tienen derecho a ser oídos con todo el cuerpo, con las orejas y con los ojos, con la tibia y el peroné, con el corazón y el cerebro. Tienen derecho a ser escuchados desde una actitud que no pida explicaciones, que no castigue, que no critique, que no emita juicios de valor, porque en ocasiones lo que necesitamos es, sencillamente, sentirse acogidos. Y también tienen derecho a confrontar, a recibir respuestas claras, comprensibles y razonables, a debatir sus argumentos con contraargumentos, y todo ello para aprender algo más sobre ellos y sobre los demás, que es la única manera posible de fortalecer la convivencia. Para ser coherentes con el primer derecho, hemos de añadir que este derecho incluye saber también que no pueden responder con un "no me escuchas" cuando en realidad lo que han sentido es un "te he dicho que no". Derecho a conocer que hay unos límites Los niños y las niñas tienen la necesidad de tener límites. Deben conocer y respetar para poder crecer con armonía, de manera saludable y gozosa. Deben ser unos límites razonados y razonables, y sobre todo claros. Podemos considerar que no todos los límites tienen la misma categoría. Hay uno que nunca es negociable: no podemos humillar a los demás. Hay un buen grupo que se pueden discutir, y aún hay otros que probablemente se podrán llegar a transgredir. Pero incluso en este último caso, es imprescindible conocer cuáles son los límites, por qué alguien ha establecido, a favor de quien juegan ... para luego, si conviene, traspasarlos. Parece una paradoja, pero si lo rumian un poquito descubriréis que, como ocurre con muchas otras paradojas, hay una buena dosis de verdad. Deben saber que a menudo necesitan el permiso de alguien para hacer tal cosa, que no pueden llegar a la hora que quieren, que no tienen derecho a tirar en la calle las cáscaras de las pipas, que han de dirigirse a los demás procurando no maltratar a su imagen, que no pueden poner la música al volumen que quieren, que en ocasiones tienen que dejar el asiento a otra persona en el metro, que ... quizás si contamos el derecho al revés lo podremos entender mejor: el peor límite que hay es no conocer los límites, porque sin límites es imposible orientarse en esta vida con un poco de sentido. Ya lo veis. No son grandes cosas, las que hemos expuesto. Pero son detalles pequeños que van configurando una manera de entender la vida y las relaciones entre las personas. Los ejemplos podrían ser otros. Sólo piden, repetimos, que sepamos trascender las anécdotas para poder encontrar alguna categoría. Todo ello se puede resumir de esta manera: tenemos que verter nuestros hijos e hijas, nuestros alumnos y nuestras alumnas, a vivir la vida de la manera más plena posible, a saber que comparten la vida con otras personas que necesitan y que los necesitan. Necesitamos reforzar su autoestima, su equilibrio emocional. Necesitamos facilitarnos las cosas para que el resultado de sus acciones sea tan exitoso como sea posible. Necesitamos también, dar importancia al esfuerzo, a la voluntad, el punto necesario de orden que está en la base de toda creatividad. En resumen: nos caso ayudar a crear una nueva vida tan plena como sea posible, con todas las frustraciones y con todas las alegrías. Aconsejamos una buena dosis de terquedad, de paciencia y de buen humor para hacer este camino. Estos derechos son un grano de arena en la dirección que acabamos de apuntar. En ningún momento los hemos planteado como una opción, ni como una licencia para actuar de una determinada manera, y probablemente alguien dudará sobre si estamos hablando de derechos o de deberes. No importa, a nuestro juicio, lo que cuenta es que formamos parte de un proceso que comienza con la observación del mundo, continúa con su interpretación y sigue con la capacidad de tomar decisiones y de aceptar compromisos. Los derechos y deberes-y también los derechos que aquí hemos expuesto-son una pieza insustituible de este rico y complejo rompecabezas, una pieza que necesitamos las personas para poder construir y orientar con sentido nuestra vida
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